LAS
LECCIONES DE LA HISTORIA
Y EL FASCISMO ARGENTINO
Soy Lidia
Rodríguez Olives y, desde Buenos Aires, saludo a los oyentes de El Club de la
Pluma.
Milei acaba de
nombrar por Decreto 2 miembros de la Corte Suprema: el cuestionado Ariel Lijo y
el más cuestionado aún, Manuel García Mansilla. Esto no sólo es
inconstitucional, sino que guarda estrecha relación con otras acciones del
gobierno, permitiendo encuadrarlo dentro de un modelo específico de gestión del
poder.
No es la primera
vez que me refiero al gobierno de Milei como fascista. Es que ha jalonado su
mandato con innumerables medidas, acciones y discursos que lo hacen merecedor
de tal calificativo. Y en una sociedad empecinada en la destrucción del pasado,
en su negación y en la ignorancia de los mecanismos que vinculan la experiencia
contemporánea con la de generaciones pretéritas, es más necesario que nunca
conocer la Historia, no como simple crónica o compilación sino como potente
herramienta de comprensión.
Tanto el fascismo
como el nazismo surgieron como nuevos regímenes en la Europa posterior a la
Primera Guerra Mundial. Nombran, entonces, una nueva realidad, caracterizada
por el sometimiento de la sociedad a un partido identificado con el Estado; por
la omnipotencia y el poder absoluto de un déspota no sometido a las leyes; por
el hábito de la violencia y la simplicidad de las pasiones extremas; por un
discurso político divorciado del más elemental sentido de la moral; por la
ausencia de escrúpulos y por la brutalidad de medios; por el odio a la política
como símbolo de corrupción y presentada como “disfraz de la plutocracia”; por
el desprecio al Derecho y la apología de la fuerza; por el desprecio, también,
a las instituciones representativas, acusadas de inútiles, débiles y
decadentes; por su postura claramente antiliberal y antimarxista; por sus
medidas reaccionarias frente a los movimientos obreros; por el racismo y el odio
al extranjero; por la extensión de la corrupción en el marco de un Estado que
generaliza la entrega de recompensas a cambio de fidelidad; y por el
enaltecimiento de una autoproclamada elite política que, a los ojos de George
Sabine, “no era más que una pandilla”.
Estas experiencias
significaron el fin de la legalidad democráticas y privaron a la competencia
política de todo sentido. Los regímenes precedentes fueron aniquilados y con
ellos se hundieron también las instituciones y los valores que los sustentaban.
Con ellos, lo que muere es el Estado Constitucional.
Uno de los
desafíos del historiador es evitar las explicaciones lineales al reconstruir el
pasado y abordar cada experiencia singular dentro de la compleja trama de su
contexto. Ni Hitler ni Mussolini son simples hijos de la guerra, de la crisis o
de Lenin; tampoco del desencanto y la frustración. Comprender significa hacerse
cargo de la densidad del pasado, donde son muchos los actores y las
circunstancias que lo hacen posible.
Uno de los
elementos que destaca en la observación es que ni Hitler ni Mussolini
conquistaron el poder por la fuerza: accedieron a él por procedimientos
constitucionales, facilitados por la connivencia y complicidad de la dirigencia
política. Fue el Primer Ministro Giolitti el que firmó la alianza electoral con
Mussolini en 1921 que derivó en La Marcha sobre Roma al año siguiente. Su
triunfo sólo se debió a la falta de voluntad política para detenerla. Y fue Víctor
Manuel III quien le encargó la organización del nuevo gabinete, que le va a
permitir ponerse al frente de una coalición de gobierno donde la mayoría no era
fascista pero que, no obstante, permitió la concreción de un poder absoluto. En
Alemania, fue la derecha conservadora la que entregó el poder al jefe del
partido nazi en 1933, especulando con que así ganaba doblemente: volteaba a la
República de Weimar y aniquilaba a la izquierda. Y fue el Parlamento Alemán el
que, en el mismo año, aprobó la Ley para la Protección del Pueblo y del Estado,
dando a Hitler plenos poderes para legislar sin consulta y hasta para reformar
la Constitución.
Otro elemento
destacable es que ambos constituyeron verdaderos movimientos de masas. Lo que
lleva al poder a Hitler es su capacidad para encarnar ideas y temores comunes a
millones de hombres, colocando la popularidad como fundamento principal de la
autoridad, recogiendo sentimientos de frustración y brindando un encuadre
seguro y disciplinado en una época caracterizada por la pérdida de sentido. Según
Furet, “supo, por instinto, el más grande secreto de la política: que la peor
de las tiranías necesita del consentimiento de los tiranizados y hasta de su
entusiasmo”. Y fue Mussolini el primero en apropiarse del elemento que, hasta
ese momento, había sido propio de la democracia: la movilización de las masas
desde abajo.
La intolerancia y
el discurso violento de estas derechas radicalizadas tuvieron amplia cabida en
las clases medias. Fueron su espina dorsal porque identificaron en su propuesta
la guerra que llevarían adelante contra las ideologías y los partidos de la
clase obrera organizada. En las elecciones de Viena, en 1932, el 56% de los
votos nazis provenían de esos sectores, y fuera de la ciudad, el 51%. Entre
1930 y 1932, los votantes de los partidos de centro y de derecha se inclinaron
en masa por el partido nazi. Así, la “paz pública y el orden”, la promesa de
bienestar económico y una política exterior apta para el orgullo nacional
compensaron, desde su óptica, la pérdida de libertades y las arbitrariedades
del régimen. Uno de los argumentos más utilizados en la defensa de Mussolini
fue “que había conseguido que los trenes circularan con puntualidad”.
También la
burguesía concentrada, cerró filas detrás de estos gobiernos. Y si bien es tema
de debate historiográfico el grado de su adhesión, pocas dudas caben a la hora
de afirmar que el Estado Fascista fue la versión terrorista de la dominación
burguesa. Si Mussolini fue llevado al poder por estos hombres fue porque se
había convertido en el baluarte más sólido frente a la (más temida que posible)
amenaza revolucionaria de los trabajadores. Y si el poder económico alemán se
alineó en pleno detrás del nazismo, su adhesión no es ajena a los beneficios de
tener mano de obra disciplinada en Alemania y esclava en los países
conquistados y en los campos de exterminio.
Tampoco es ajena
al aumento de su capital derivado de las expropiaciones a judíos. Ni al rearme (que
multiplicó el gasto militar x 9 entre 1933 y 1938), ni a la conquista del
“espacio vital”, que disparó sus ganancias. Entre 1929 y 1941, el 5% de la
población de Estados Unidos con mayor poder de consumo, vio disminuir un 20% su
participación en la renta nacional. Pero en el mismo período, ese 5% de más
altos ingresos aumentó en Alemania un 15% su parte en la renta.
A pesar de haberse
presentado como movimientos revolucionarios, fueron profundamente
reaccionarios. No proponen un futuro sino una vuelta al pasado. La Primera
Guerra Mundial había alterado la posición de la mujer en la sociedad
tradicional. Obligadas a cubrir puestos en las fábricas, lograron con ello mayor
autonomía. Pero para estos regímenes totalitarios de la Europa Occidental, el
lugar de la mujer era la casa y su misión, tener muchos hijos. Y los
intelectuales y artistas de vanguardia fueron rápidamente calificados de
“degenerados”. En palabras de Eric Hobsbawm, “fueron la revolución de la
contrarevolución”.
Esta conjunción de
causas, a las que se suman las consecuencias de la Primera Guerra, la crisis económica
y la indiferencia del resto de Europa hicieron posible que millares de personas
fueran arrestadas y se suspendieran las garantías constitucionales; que se
prohibieran los sindicaros y sus partidos; que los Camisas Negras asolaran los
pueblos de Italia destruyéndolo todo, matando a mansalva con la más absoluta
impunidad. Permitieron también que bandas armadas fascistas secuestraran y
asesinaran al diputado socialista Giacomo Matteotti; la apertura del primer
campo de concentración nazi en marzo de 1933 que, bajo la supervisión de las
SS, se destinó a la detención, tortura y exterminio de militantes de izquierda;
La Noche de los Cristales Rotos y el holocausto judío, justificado por ser el
símbolo del capital financiero, del agitador revolucionario, de la influencia
destructiva de los intelectuales, de la competencia injusta, del extranjero,
del intruso, del desarraigado y de cualquier mal existente; las purgas de la
“operación Colibrí” y el cierre de la prensa opositora; la violencia sin
límites en una sociedad carente de escrúpulos, cada vez más elemental y
brutalizada. La mayoría del pueblo alemán aprobó las ejecuciones de Hitler, considerándolas
necesarias para la restauración del orden público.
La Historia nos
advierte que Argentina transita un camino peligroso y exige, para su reversión,
que la sociedad no se haga la sorda. Si te da lo mismo un decreto que una ley;
si justificás tu voto porque “no había otra opción”; si defendés tu libertad de
circular frente a una protesta; si te importan los fines pero no los medios; si
sos Paolo Rocca, el campo o Vicentín; si creés que la represión policial va
contra los que se la merecen; si no ves el derrumbe de las instituciones y del
Estado de derecho; si sos inmune a la inmoralidad o pensás que el Kirchnerismo
tiene la culpa de todo; si censurás a tus amigos porque “de política no se
habla”; si te resbala lo que pasa alrededor mientras a vos no te toque; si
hablás del “curro de los DDHH y nunca marchaste el 24 de marzo; o si el
discurso contra “los zurdos de mierda”, los putos pedófilos, las “feminazis”,
los imbéciles, retardados y deficientes mentales te arranca una sonrisa …
entonces, cuando el fascismo triunfe y te vayan a buscar, deberás hacerte cargo
de lo que hiciste porque yo, siempre parada en la vereda de enfrente, no voy a
permitir que, otra vez, mires para otro lado.
Desde Buenos Aires, les mando un gran abrazo a los oyentes de El Club de la Pluma.
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Profesora
de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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