EL MITO AGRARIO
Hola. Soy Lidia Rodríguez Olives. Desde Buenos Aires, saludo a todos los
que están escuchando El Club de la Pluma.
El domingo pasado les decía que la etapa del modelo agroexportador en
Argentina (entre 1880 y 1930) merecía una columna aparte ¿Por qué? Por el peso
cultural que tiene sobre la sociedad toda. En nuestro país, el imaginario
colectivo de amplios sectores cree todavía hoy que nunca estuvimos mejor que
durante esa etapa.
Y esto se vio en el año 2008. Ese año, el gobierno de Cristina Kirchner se
enfrentó con el campo por una resolución que establecía para las exportaciones retenciones
móviles. El objetivo era desacoplar los precios internos de los
internacionales, evitando que la suba de estos últimos se trasladase a la mesa
de los argentinos. Mientras se desarrollaba el conflicto, sucedió lo
inexplicable: un extenso abanico de actores sociales se encolumnó en defensa
del campo. Organizaciones que representaban a pequeños y medianos productores,
sectores de la izquierda nacional, personas comunes que nunca tuvieron más
tierra que la que hay en una maceta, todos gritando al unísono “Sin campo no
hay Nación”, “El campo somos todos”. El conflicto dejó ver el peso histórico y
cultural, tan arraigado en el imaginario social, de una Argentina cuyo destino
y grandeza están vinculados a la primarización de su economía. Es el “Mito
agrario”.
Este mito se construyó a lo largo de la historia y reposa en varias creencias:
la de un país potencia mundial entre 1860 y 1930; la de un modelo agro
exportador como generador excluyente del desarrollo y la expansión económica
del país; la de una etapa de oro basada en la producción del campo; y la de un
destino de grandeza y relevancia internacional. Este conjunto de ideas,
demostraron tener una gran persistencia. En septiembre de 2001, el periodista
Mariano Grondona escribía en el diario La Nación, históricamente identificado con
los intereses del agro: “La industrialización europea dispuso para sólo 4
países (Argentina, Canadá, Australia y Nueva Zelanda) el tren que les permitió
salir del subdesarrollo. No había otro mejor: era el único. La Argentina será
Europa en América”. Más cercano en el tiempo y con menos luces, el ex presidente
Mauricio Macri decía: “Sin campo no hay futuro”.
Pero el modelo no perduró. Y el mito tiene una explicación para esto. Fue
el peronismo, con su política industrial irracional y proteccionista, el que
truncó nuestro crecimiento. De no haber existido el peronismo, hoy seríamos
Canadá. Es el discurso de la SRA, de los liberales, tanto viejos como neos, de
los conservadores y de los sectores más retrógrados de la sociedad. La
comparación con Canadá es un clásico. Es que ambos países partieron de una
estructura económica similar, se insertaron al mismo tiempo en el mercado
internacional y lideraron la exportación de materias primas derivadas del agro.
Pero la clave no está en las semejanzas sino en las diferencias.
El modelo agro exportador se estructuró alrededor de un modo particular de
tenencia de la tierra: el latifundio. En 1878, una campaña de exterminio contra
pueblos originarios logró la confiscación de esas tierras, que luego se repartieron
entre pocas familias de mentalidad especulativa. Porque la campaña se financió
con la venta anticipada de lotes a muy bajo precio. Pero integradas por el
ferrocarril, su valor se multiplicaría por mucho. Ese era el negocio. La
existencia de latifundios es uno de los elementos más importantes para explicar
el atraso estructural de nuestra economía. Porque el latifundio es
improductivo. Nadie pone a trabajar toda su propiedad si con el trabajo de la
cuarta parte puede mantener un nivel de vida más que alto. El aumento de la
producción deja así de depender de las innovaciones para pasar a depender
exclusivamente de la incorporación de más tierras. Y esto es un problema serio
para el desarrollo. Porque no habrá inversión en nuevas tecnologías y la expansión
de la frontera agrícola tiene un límite; a partir de ahí, no se puede seguir
creciendo. La concentración también aumentó el precio de los arrendamientos,
expulsando hacia las ciudades a quienes alquilaban. La inmigración tendrá
entonces un destino final urbano.
Otra característica del modelo agro exportador argentino es que muestra la
ausencia de una burguesía nacional capaz de motorizar un desarrollo sostenible.
Según Martín Schorr, la burguesía nacional es “aquel segmento de la burguesía
que cuenta con un proyecto inclusivo de nación y está dispuesto a enfrentarse, en
términos políticos e ideológicos, al capital extranjero y sus representantes”.
La burguesía pampeana no se opuso ni confrontó nunca con el capital extranjero.
Más bien, mantuvo con él una relación subordinada. Esto derivó en una temprana
extranjerización de nuestra economía. Ferrocarriles, frigoríficos, puertos,
sistemas de comunicación, comercialización de granos, Bancos, empresas de
Seguros y otros rubros importantes, quedaron en manos de empresas cuyas casas
matrices estaban en Londres. Por lo tanto, los beneficios de esas inversiones
no quedaron en Argentina, sino que fueron girados rápidamente al exterior,
retardando el desarrollo y transformando la falta de capitales en un problema
crónico. Las grandes fortunas locales, mientras tanto, se despilfarraron en
consumo improductivo: sus dueños, viajaron a Europa “con la vaca atada” y a
tirar “manteca al techo”; construyeron palacetes que le valdrán a Buenos Aires
el título de “la París de Sudamérica”, especularon con títulos y tierras. Pero
no pusieron un peso en inversión productiva.
Y esto nos lleva a otro problema del modelo: el endeudamiento externo. En
un país sin industria, todo es importado. La disponibilidad de divisas depende
de las exportaciones. Pero los precios de las materias primas están sujetos a
oscilaciones y pueden tener fuertes caídas. Cuando esto sucede, si la burguesía
es incapaz de tomar riesgo e invertir, el único remedio es endeudarse para
poder seguir importando. En todo el período la deuda creció y también el
déficit fiscal. En 1930, una deuda que al inicio del modelo era de 4 millones
de libras esterlinas, se había convertido en 143 millones. Y el déficit fiscal,
salvo en 1908, no bajó del 8%.
¿Qué pasaba, mientras tanto, en Canadá? En 1878, el Primer Ministro MacDonald
pone en marcha un programa que se conoce como la Nueva Política. Lejos de la
supremacía del mercado, el Estado canadiense se asume como puntal del
desarrollo socioeconómico nacional. La Nueva Política tenía 4 pilares: fomento
y protección de la industria local; orientación de la producción industrial al
mercado interno; articulación de ese mercado a través de la construcción del
ferrocarril transcontinental, financiado con capitales canadienses; y política
inmigratoria dirigida al poblamiento de las praderas más fértiles.
Es decir que, ya a fines del SXIX, Canadá había superado la incapacidad
estructural para desarrollarse. Había dejado de ser un simple proveedor de
materias primas. El latifundio se combatió a través de expropiaciones y de una legislación
limitante del acceso a la tierra. Familias de colonos e inmigrantes se
convirtieron en pequeños y medianos propietarios, recibieron del Estado una asistencia
permanente y articularon con el sector industrial un círculo virtuoso:
proveerán de materias primas a las industrias y, a la vez, serán su principal
mercado hasta que estén en condiciones de exportar.
En marzo de 1879, el diario The Mail
presentaba al mundo el programa diciendo: “La política del gobierno es en
esencia una política de Estado, deliberadamente elaborada con la intención de
fortalecer al país, desarrollar sus recursos y proteger su naciente industria
de la excesiva competencia extranjera. Si al hacerlo nuestro vínculo con Gran
Bretaña se pone en peligro, entonces que así sea (…) Los centros manufactureros
ingleses dicen que la política industrial canadiense les provoca gran disgusto.
Al respecto, todo lo que podemos decir es “siéntanse disgustados”. A diferencia
del liberalismo practicado a rajatablas en Argentina, Canadá fue, desde un
principio, proteccionista e industrialista.
Como vemos, entre Argentina y Canadá existen más diferencias que
similitudes. Y son esas diferencias las que explican los distintos resultados.
Ya en 1913 el modelo argentino comenzó a dar signos de su precariedad,
mucho antes de que apareciese el peronismo. La frontera agrícola llegó al
límite de su expansión en 1920. Esto, sumado a la falta de inversión
tecnológica, hizo imposible seguir creciendo. El modelo se estancaba. La
primera Guerra Mundial privó al país de más trabajadores inmigrantes y detuvo
el flujo de capitales extranjeros. Argentina se quedó sin oxígeno. Endeudada,
desindustrializada, sin base científico-tecnológica y sin financiamiento
externo, no es raro que hayan retrocedido todos sus indicadores.
Para entonces, Canadá se había convertido en un país desarrollado. Su
fuerte y articulado mercado interno había permitido acumular un capital que no
dudó en volcarse hacia nuevas inversiones, como fundiciones de hierro, fábricas
textiles, refinerías de azúcar, bancos, ferrocarriles, electricidad e industria
pesada. A principios del SXX arados, cosechadoras y un sinfín de maquinarias
industriales eran producidos en el país, y su competitividad hizo posible que
se volcaran a las exportaciones. Quiero señalar algo que me parece relevante:
el industrialismo fue para Canadá una política de Estado, independiente del
partido de turno. Tuvo continuidad en el tiempo y esto permitió construir un
modelo de desarrollo sobre bases sólidas.
¿De dónde sale, entonces, el mito agrario argentino? Sale de repetir hasta
el hartazgo información que proviene de una base de datos incompleta e
insuficiente, donde sólo se considera la evolución del PBI. No tiene en cuenta
que hasta 1930 los Estados no tuvieron cuentas nacionales que aportaran
información sistemática y confiable. Además, la historia y economía avanzaron.
Hoy, nadie piensa seriamente que el PBI, sin otros indicadores (como la
distribución del ingreso o la pobreza), sirva para reflejar la verdadera
situación de un país. Cuando utilizamos la metodología y la información
disponibles ahora, no hace un siglo, Argentina se ubica en el tercer decil de
países más ricos durante el modelo agro exportador. Y con el peronismo, mal que
le pese a sus detractores, su posición mejora: pasará a ocupar el segundo
decil.
El mito agrario es entonces una construcción, un relato hecho por y para
aquellos sectores que se beneficiaron con él y pretenden seguir haciéndolo.
Desarticularlo resulta imprescindible si queremos una Argentina incluyente.
Y quiero terminar esta columna con una nota de color. John Alexander
MacDonald, el responsable de la industrialización en Canadá, fue Primer
Ministro entre 1867 y 1873. Volvió al cargo en 1878 y lo ocupó
ininterrumpidamente hasta su muerte, en 1891. Si no hubiese muerto, habría sido
Primer Ministro hasta 1897. Este dato se lo dedico a todos los que, por estas
tierras, andan impugnando candidatos y suspendiendo elecciones porque, según
ellos, aunque el pueblo los elija, la permanencia en el cargo daña la
democracia.
Desde Buenos Aires, saludo a todos los oyentes del Club de la Pluma.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ
OLIVÉS –Profesora de
Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO