RADIO EL CLUB DE LA PLUMA

jueves, 9 de noviembre de 2023

OCCIDENTE PUEDE (PERO NO QUIERE) FORZAR A ISRAEL A UN ALTO AL FUEGO - LIC. CHRISTIAN CIRILLI

 

OCCIDENTE PUEDE (PERO NO QUIERE)

 FORZAR A ISRAEL A UN ALTO AL FUEGO

 

 

 Estamos siendo testigos de una campaña de bombardeos y una avanzadilla de tanques e infantes israelíes sobre Gaza que no hace ninguna distinción entre civiles y combatientes.

 

 Esto no es producto de la casualidad ni de la “legítima defensa”, tal como nos quieren hacer ver los medios de comunicación masivos de Occidente.

 

 Es, por el contrario, la consecuencia natural de una ideología extremista que nació, allá a lo lejos, en el llamado “sionismo revisionista” esgrimido por Vladimir “Zeev” Jabotinsky, en Europa conjuntamente con los movimientos fascistas. De hecho, las ideas de Jabotinsky se basaban y se estructuraban en las del fascismo italiano, con verticalidad e ideas no negociadoras para conseguir los objetivos. Benzion Netanyahu, el padre del actual primer ministro, fue asistente de Jabotinsky, y fue parte del Partido Herut (que significa “Libertad”), fundado por el también primer ministro, ya fallecido, Menájem Beguín. Este partido llamaba a apoderarse de toda la tierra de la Palestina histórica.

 De hecho, el Partido Herut era la facción política del Irgún, un grupo paramilitar, terrorista dirían algunos, que se dedicaba a aterrar a las poblaciones palestinas para inducirlos al éxodo, o a cometer directamente asesinatos, sabotajes y atentados, aun cuando Palestina todavía estaba al mando de los británicos. De hecho, los británicos mandaron a la horca a ocho miembros del Irgun y a dos miembros entre 1938 y 1947 por realizar acciones terroristas. Hoy existe un monumento a esos caídos en Tel Aviv, especialmente a Moshe Barazani (Lehi) y a Meir Feinstein (Irgun) quienes se suicidaron en la prisión para evitar la ejecución, como lo hicieran los judíos de Masada para no caer prisioneros de los romanos. Lo cierto, es que no puede haber ninguna reacción “emocional”, ni legítima defensa, ni sentido de la justicia, ni mucho menos pretensión de liberación de rehenes (que lo más probable es que caigan bajo las mismas bombas hebreas) que justifique la acción brutal israelí sobre los palestinos de Gaza, que ya se han llevado al paraíso a más de 10.000 personas, con una escalofriante cantidad de niños, ancianos y mujeres.

 

 La justificación está en el sesgo ideológico supremacista de la dirigencia actual israelí, herederos del sionismo revisionista, que es, a la vez, aprendiz del fascismo más recalcitrante, y también, de su vertiente sesentista, el Kahanismo del rabino Meir Kahame. Todos ellos están ahora sintetizados en el Likud, quien tiene mayoría parlamentaria. Son ellos quienes están orquestando este verdadero genocidio en Gaza; sus declaraciones y su iconografía, son absolutamente acordes al extremismo racista, clasista y el sentido de superioridad, que reduce a eso – indebidamente - la identidad judía y el nacionalismo judío.

 

 Incluso, las referencias bíblicas que el mismo Netanyahu hizo para con los palestinos, asimilados a los amalecitas, una tribu nómada que pululaba por el Sinaí que estuvo en constante estado de guerra contra los israelitas, brinda un aura de legalidad divina a las acciones israelíes actuales. Pero si algo faltaba para confirmar esta desvergonzada ideología fue la aparición de un documento de 10 páginas del Ministerio de Inteligencia israelí con fecha del 13 de octubre que admite un plan de traslado forzoso y permanente de los 2,3 millones de residentes palestinos de la Franja de Gaza a la península egipcia del Sinaí…. Sí, donde pululaban los amalecitas. Es por ello que Egipto se niega a abrir las fronteras. No es un acto inhumano, aunque lo parezca. Es un acto de resistencia al plan israelí de exterminio o de éxodo inducido (o ambos). Y a la vez, es una posición coherente de Egipto con lo dispuesto por la Liga Árabe en 1969, según la cual acoger nuevos refugiados palestinos sería hacerse cargo de una limpieza étnica y contradecir los derechos soberanos palestinos sobre esos territorios.

 Ahora bien… ¿Sería posible esas temerarias acciones israelíes con el simple uso y abuso de la voluntad de sus ideólogos? ¿Tienen realmente la total independencia de criterio y libertad de acción como para sobrellevar en solitario este “oscuro deseo”? Por supuesto que no. Sin la anuencia política, el tremebundo apoyo mediático, el veto en el consejo de seguridad para impedir propuestas de alto al fuego humanitario, las estrategias dilatorias de conversar con “las distintas partes” para no llegar nunca a nada (mientras la matanza continúa), y el despliegue de dos inmensas flotas estadounidenses al Mediterráneo Oriental, con el puente aéreo logístico de armamento avanzado, por parte de Occidente Colectivo, con Estados Unidos a la cabeza, no sería posible entonces “liberar” esas pulsiones.

 

 De hecho, por ejemplo, Menagen Beguin, quien fuera un gran promotor del sionismo revisionista y reivindicador del Irgun, fue quien firmó la paz de Camp David con el presidente egipcio Moamed Anwar al Sadat, tras haberse masacrado ambos países en la gravísima guerra del Yom Kippur en 1973. Se preguntarán… ¿Cómo es posible que Beguin, un fundamentalista sionista, haya firmado la paz con sus enemigos egipcios, y que Israel devolviese el Sinaí y la Franja de Gaza a cambio del reconocimiento de su existencia y fronteras? ¿Acaso dejó de ser un “halcón”? No, nada de eso. Lo hizo por imposición de los Estados Unidos de América, que tenía OTROS objetivos mucho más importantes y estratégicos que apoyar los sueños teocráticos israelíes. EL mismo Isaac Rabin había sido un militar implacable.

 

 Y de joven fue parte de la Legión Judía, llegando a Palestina en 1917 para contribuir a expulsar a los otomanos e imponer una Palestina Británica. Conseguido ese objetivo, en 1941 se unió a la Haganá, un ejército clandestino hebreo que luchaba por la instauración de una nación judía en Palestina, lo cual le costó unos meses de prisión. De hecho, Rabin llegó a convertirse en un combatiente de la Guerra de Independencia de 1948, conquistó Jerusalén y firmó la orden de expulsión de 50.000 palestinos residentes en Lod y Ramla, contribuyendo a la Nabka. Es más; Rabin fue el jefe del Estado Mayor que decidió el ataque preventivo durante la Guerra de los Seis Días, la mayor guerra de conquista israelí donde tomó de un saque los Altos del Golán, Franja de Gaza, Jerusalén este, Cisjordania y el Sinaí. La foto del comandante en Jefe, Isaac Rabin, junto al Ministro de Defensa, Moshé Dayán y el general a cargo de la Zona Centro, Uzi Narkis, entrando en Jerusalén es icónica.

 ¿Pero quién fue el firmante de los Acuerdos de Oslo de 1993 con el archienemigo Yasser Arafat? Nada menos que el “halcón” Rabin, que era primer ministro y ministro de defensa, a la vez. ¿Y por qué ocurrió eso? Porque había una situación geoestratégica en Medio Oriente que presionaba al acuerdo, más allá de situaciones de recapacitación de la dirigencia laborista israelí y del abandono de la fase de atentados en la OLP. Estados Unidos y occidente colectivo – en ese momento – presionaban por una salida negociada que a la vez era conveniente para Israel porque lo legitimaba en sus fronteras “de hecho” obtenidas tras 1967 y renegociadas en 1978.

 

 Recordemos que apenas 2 años antes había sucedido la masacre de los iraquíes en la Primera Guerra del Golfo, y las naciones árabes estaban compungidas. Estados Unidos necesitaba un acto de paz que le diera cierta legitimidad como interlocutor en el mundo árabe. Ahora bien… entonces Si Menájem Beguin e Isaac Rabin, habiéndose demostrado ideológicamente inflexibles y consistentes con sus ansias de un Gran Israel, llegaron a firmar pactos de convivencia, ¿por qué ahora Benjamin Netanyahu se muestra inquebrantable en su idea punitiva y expansionista? Pues porque la dirigencia estadounidense, y la occidental en general, así lo desea. No puede ser casual que este foco de tensión – que por supuesto tiene dinámica propia – haya sucedido a apenas meses de la inclusión de Egipto, Etiopía, Arabia Saudita, Emiratos Árabes e Irán al BRICS… o poco después de la paz irano-saudita, o seguidamente a la membresía iraní en la Organización de Cooperación de Shanghái… o mientras sucede el III Foro de la Iniciativa de la Franja y la Ruta. Un conflicto con vistas a expandirse en el Levante impide la apertura de las rutas comerciales de Oriente Próximo, fundamentales para la interconexión entre Eurasia y África, el tándem geográfico del «nuevo orden mundial». Irán, por supuesto, es la pieza clave y hacia allí apuntan las provocaciones; las directas, como el despacho de submarinos atómicos al Golfo, o indirectas, como el nuevo empantanamiento en las negociaciones del programa nuclear pacífico persa.

 

 Que Israel tuviese el inmediato apoyo de las potencias occidentales, apostando a un desborde irracional que «incendie» la zona, y que no haya, como en otras épocas, como la paz egipcio-israelí de 1978 o los acuerdos de Oslo de 1993, llamados al raciocinio, sino más bien todo lo contrario, puede indicar que estamos ante una nueva línea de fractura, provocada, manipulada o explotada, como quieran verlo, en la puja por la formación de una nueva estructura de poder internacional o el mantenimiento de un statu quo por la preeminencia del mundo unipolar.

 

 Les habló Christian Cirilli, espero hayan disfrutado de esta columna, y los espero, la semana entrante, en otra entrega, en el Club de la Pluma 

 


LIC. CHRISTIAN CIRILLI

 Analista Internacional

 Licenciado en administración UBA De ciencias económicas

 

SEÑALANDO AL ENEMIGO - PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

 

SEÑALANDO AL ENEMIGO

 

 

Saludo a los oyentes de El club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez Olives

 

 Hace 40 años, el 30 de octubre de 1983, Raúl Alfonsín ganaba las elecciones presidenciales. Terminaba así la Argentina de los secuestrados, torturados y desaparecidos; de las cárceles clandestinas y los vuelos de la muerte; de las listas negras y los exiliados; del robo de niños, el cambio de identidad, el “algo habrán hecho”, la picana y el Falcon verde. Con el 52% de los votos había conseguido, también, exorcizar la historia: por primera vez el partido Radical derrotaba al peronismo en elecciones limpias y sin restricciones.

 

 Su campaña electoral, que capturó un apoyo que excedía con creces al de sus votantes tradicionales, estuvo basada en un conjunto diverso de propuestas. Fuertemente estructurada en torno al liderazgo de Alfonsín, valorizó la vigencia de un Estado de Derecho, la voluntad de cambio y la necesidad de orden, el respeto a la ley y el sometimiento irrestricto a la Constitución Nacional como principios unificadores de la sociedad. Planteó con claridad los que serían sus objetivos de gobierno: reducir la inflación, aumentar la producción y mejorar la distribución del ingreso.  Al mismo tiempo, señaló la importancia de la movilización popular como base de la democracia y colocó en el centro de la escena aquello que la daña irreparablemente: la inconducta de los gobernantes y la corrupción.

 

 De cara a la sociedad, el liderazgo de Alfonsín se fue consolidando en los primeros años de gobierno. En junio de 1985, con el inicio del Plan Austral, su imagen positiva alcanzó el punto más alto: 75% de aprobación. Y en noviembre del mismo año, las elecciones para la renovación del Congreso Nacional ratificaban el fuerte apoyo popular: con una participación del 83,77%, la UCR obtuvo el 43,58% de los votos, frente al escaso 24,49% del peronismo.

 

 Pero 2 años después, las cosas habían cambiado. El 6 de septiembre de 1987, la segunda renovación del Congreso significó una derrota aplastante para el oficialismo. Un peronismo renovado se impuso con el 41,29% de los votos, ganando también 16 gobernaciones, mientras la UCR, con el 37,34%, sólo pudo retener dos provincias: Córdoba y Río Negro. Y en 1989, el estallido de una fenomenal crisis económica producía la voladura total del sistema, llevándose puesto al que pretendió ser el “Tercer movimiento histórico”. Con una inflación que no bajó del 300% mensual e hizo subir la pobreza por encima del 20%, sin reservas en el Banco Central ni financiamiento externo, con una conflictividad social creciente que se manifestó en saqueos y otras expresiones de violencia, un gobierno ya sin rumbo dispuso el adelantamiento de las elecciones primero y del traspaso del mando después. Finalmente, el 8 de julio, Raúl Alfonsín entregaba el gobierno al recientemente electo Carlos Saúl Menem. El acto estuvo cargado de simbolismo institucional: la última sucesión democrática había ocurrido en 1952. Pero ese simbolismo no alcanzaba para ocultar la hecatombe económica en que se hundía el país. Y, frente a esto, la Historia se pregunta ¿qué pasó?

El gobierno militar dejó a la naciente democracia una herencia económica catastrófica. La desocupación crecía mientras el ingreso de los asalariados acumulaba varios años de retroceso. La inflación se acercaba al 400% y el Banco Central no disponía de reservas. La deuda externa, que se había multiplicado por 5 desde 1976, representaba el 70% del PBI: 46.200 millones de dólares. Además, al momento de asumir Alfonsín, se debían 20.000 millones de dólares por atrasos en los pagos. También recibía un país desindustrializado, con una economía controlada por un puñado de poderosos actores que concentraban la producción.

 

 Frente a esta situación, el radicalismo mostró un poco de ingenuidad y bastante desinformación. Prueba de ello es la gestión de Bernardo Grinspun en el Ministerio de Economía. Intentó aplicar políticas redistributivas de corte keynesiano que, según sostenía, permitirían recuperar el desarrollo industrial y el crecimiento. Así se había hecho en todas las crisis del modelo industrialista. El problema fue que ese modelo ya no existía. Porque la Dictadura produjo rupturas y cambios en el funcionamiento de la economía de los que no eran conscientes las nuevas autoridades. Álvaro Alsogaray sí lo sabía y en diciembre de 1983 afirmaba: “El Ministro de Economía de Alfonsín no está lo suficientemente informado sobre la realidad que va a recibir y procede según creencias del pasado. Cuando se entere, se verá obligado, probablemente, a adoptar otras medidas”. En este sentido 1976 representa, en la Argentina, un corte histórico. Porque el golpe de ese año no estuvo dirigido, como los anteriores, contra un gobierno o contra una situación social particular. Estuvo dirigido hacia la destrucción total del modelo industrialista desarrollado desde 1930, donde el protagonismo tanto de los trabajadores como de sus poderosas organizaciones sindicales, erosionaron el poder económico, social y político de la elite económica local. En una sociedad donde las empresas y los trabajadores tienen la misma cuota de poder, resulta imposible para las primeras aumentar sus ganancias bajando salarios, quitando derechos o aumentando la tasa de explotación. Para una máxima rentabilidad, el modelo debía ser destruido y la sociedad disciplinada, asegurando no sólo la tasa de ganancia sino el control mismo del aparato estatal, que impediría volver atrás. Esa captura del Estado fue agudamente percibida por Juan Aleman, que en marzo de 1983 escribió: “El próximo gobierno estará tan inhibido de actuar que, virtualmente, estará condenado al fracaso”.

 

 El modelo surgido de este contubernio cívico- militar, que requería para su instauración de la violencia y el terrorismo de Estado, fue el de la valorización financiera, con endeudamiento y fuga de capitales. La industria dejó de ser el motor del crecimiento y el sector financiero, hasta entonces marginal y subsidiario de otras actividades productivas, ocupó el centro de la escena como principal forma de reproducción del capital y obtención de ganancias.

 

 Al abrir la economía al comercio mundial, pequeñas y medianas empresas quebraron frente a la competencia. Creció entonces la desocupación y cayó drásticamente el salario real. Pero también se produjo una profunda concentración de la producción. Pocas, pero poderosas empresas, pasaron a dominar un porcentaje muy alto del mercado, situación que se profundizó con cada gobierno neoliberal y sobrevive en la actualidad ¿Y qué significa esto para el ciudadano de a pie? Significa que el precio que pagamos por los productos no resulta de sus costos de producción sino de lo que fijan a su antojo las empresas. Significa también que, cuando sienten amenazados sus privilegios por las políticas de un determinado gobierno, pueden generar procesos inflacionarios desestabilizantes, como le hicieron en 1988 a Alfonsín para voltear el Plan Austral, en 1989 para sacarlo de la presidencia o como lo están haciendo ahora. Y si la sociedad está cautiva, no lo está menos el Estado Nacional. Porque la existencia de pocos proveedores deriva en los sobreprecios que el Estado paga por las compras que realiza, como sucede hoy con Techint en Vaca Muerta.

 

 Los grandes grupos económicos consolidados durante la Dictadura, recibieron de ésta ventajas impositivas. Entre ellas, la eliminación de los aportes patronales con la excusa de reducir sus costos y mejorar la competitividad. Esta reducción de los ingresos percibidos por el Estado fue compensada con la generalización del IVA, impuesto regresivo que impacta sobre los sectores más vulnerables. Desde su implementación, en 1975, medicamentos, alimentos, bebidas, materiales de construcción, libros y artículos de limpieza estaban excluidos del pago de ese tributo. Pero la dictadura los incluyó y, de este modo, toda la sociedad terminó financiando el ahorro y los privilegios de unos pocos. Otro gobierno neoliberal, el de Menem, incluyó los servicios en el universo imponible y elevó la alícuota del 13% al 21%.

 

 La Ley de Entidades Financieras liberó el mercado de cambio, facilitando tanto el endeudamiento masivo como la fuga de divisas al exterior. Así, las empresas y el Estado iniciaron un ciclo de endeudamiento inédito en la Historia Argentina. Las primeras, para obtener ganancias especulativas; el segundo, para asegurar la disponibilidad de divisas con que las empresas especulaban. Sucedió en la Dictadura, pero también con Macri en 2018. Cuando la disponibilidad de créditos de agotó y los acreedores reclamaron el pago, un Estado cautivo se hizo cargo de las deudas contraídas por los privados, condenando a toda la sociedad y a las futuras generaciones. La Ley de Entidades Financieras sigue hoy en vigencia.

 

 Transcurridos más de 40 años desde esa experiencia, el desafío para la sociedad argentina sigue siendo el mismo: conocer el modelo impuesto por la Dictadura, su funcionamiento y su persistencia. La experiencia alfonsinista nos dice que el poder destructivo de los que fueran socios civiles de la Dictadura es grande; que su lógica y sus formas de operar son destructivas para la sociedad porque, dueños de la economía y del poder, edifican su fortuna sobre la miseria de la mayoría. En este sentido, no son adversarios: son enemigos. Alfonsín no percibió esta diferencia y eso le impidió llevar adelante una estrategia adecuada: frente a una crisis profunda, con el adversario se acuerda, pero al enemigo se lo combate. Sólo el consenso político convierte el apoyo electoral en una coalición dominante capaz de enfrentar y cambiar el modelo. Y sólo una sociedad que conoce podrá movilizarse y dar el apoyo necesario. Quien no conoce, no comprende. Y entre la ignorancia y la incomprensión, hoy corremos el riesgo de profundizar un modelo destructivo (como hemos hecho otras veces) ya no con las botas sino con la fuerza de los votos. Militemos la Historia porque no hay espacio para el error. 

 


LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

Profesora de Historia

Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO