EL LEGADO
DE LOS GOLPES DE ESTADO: EL AUTORITARISMO ARGENTINO
Soy Lidia
Rodríguez Olives y, desde Buenos Aires, saludo a todos los que escuchan El Club
de la Pluma
Uno podría hacer
muchos comentarios sobre el discurso de Milei el primero de marzo. En general,
fue un discurso marcado por el autoritarismo que lo caracteriza desde el
principio de su gestión. No faltaron ni la amenazas, ni los insultos ni la
descalificación. Por eso hoy quisiera enfocarme en una cuestión que es
estructural y profunda. Me refiero al proceso por el cual la sociedad argentina
ha ido naturalizando lo que son verdaderas patologías institucionales y que hoy
hacen que la concentración del poder y el autoritarismo se desarrollen a cielo
abierto. Este proceso puede ser analizado desde dos planos o dimensiones. El
primero se refiere a los gobiernos de facto y al impacto que han tenido sobre
nuestro régimen constitucional. El segundo, a los gobiernos que, aunque
llamados “democráticos”, concentran el poder en el Ejecutivo, violando el
principio republicano de la división de poderes. Ambos son reflejo de una
sociedad autoritaria que, aunque levanta las banderas de la democracia, no duda
en inmolarla en el altar de los intereses individuales, de los prejuicios y del
resentimiento. Hoy voy a referirme al primero de estos planos, el de los golpes
de Estado. La semana que viene será el turno de analizar las prácticas
imperiales que se esconden tras una fachada democrática.
Los orígenes de
nuestra Constitución son claramente liberales. Liberal fue Alberdi
(frecuentemente citado por el presidente) y toda la Generación del 37, que
volvió del exilio tras la caída de Rosas. Durante el largo período en que fue
gobernador de la Provincia de Buenos Aires, jefe militar de la Confederación y
su representante en el exterior, Rosas recibió de la Legislatura de Buenos
Aires delegaciones que le permitieron sancionar leyes y juzgar. Si algo quedaba
claro para los Constituyentes de 1853 es que debían impedir que esa situación
se repitiese ya que, a su entender, arriesgaba la vida, el honor y la fortuna
de los argentinos. Así quedó plasmado en el artículo 29 de la CN, que declara
la “nulidad insanable” de cualquier forma de concentración del poder y
ejercicio autoritario.
Pero esta
convicción duró poco, demostrando una máxima de la Historia Argentina: en este
país, no se juzgan los instrumentos sino los individuos, grupos o partidos que
los utilizan. Sólo así se explica que, mientras Rosas, que ejerció un poder
delegado, era considerado un tirano, Mitre, habiéndose alzado contra el
gobierno constitucional y luego de la batalla de Pavón, se autoproclamase
Presidente en Ejercicio. Con ese poder arrebatado por la fuerza, dictó una
serie de normas que fueron declaradas válidas por la Corte Suprema de Justicia.
Pero nadie lo llama tirano…
Los golpes de
Estado caracterizarán la Historia Argentina del S XX. Entre 1930 y 1983 fueron
más los gobiernos de facto que los de derecho. Y en ese camino, nuestro régimen
constitucional fue cediendo paulatinamente frente a situaciones de fuerza.
El primer golpe se
produjo en 1930. El Congreso fue disuelto y las provincias intervenidas. La
clara ilegitimidad de un gobierno de facto fue salvada nuevamente por la Corte
Suprema de Justicia. En una Acordada, que arrojaba al basurero el criterio
según el cual los jueces sólo se pronuncian a través de sus sentencias, el
máximo Tribunal entró de lleno en la arena política, declarando que (y lo cito)
“el gobierno provisional (…) es un gobierno de facto cuyo título no puede ser
discutido (…) en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada
de su posesión por la fuerza como resorte de orden y seguridad social”.
La Corte salvó de
esta manera la cuestión de la legitimidad, pero quedaba por resolver otro tema
no menos importante: ¿qué pasa con las normas sancionadas durante un gobierno
de facto? En franca adhesión a la ideología que estos sostienen, la
jurisprudencia argentina recorrió un camino que la condujo a la aceptación
irrestricta de esas normas, extendiendo cada vez más las facultades de los
usurpadores. Al inicio del camino (en 1930), si bien validó el golpe, la Corte
limitó el ejercicio legislativo a criterios de “necesidad y urgencia” y excluyó
el campo penal. Además, estableció que las leyes derogadas por el gobierno
volvían a tener validez al terminar el período de excepción.
En 1943 hubo un
segundo golpe militar. La Corte produjo entonces una nueva Acordada en términos
similares a los que había utilizado en 1930, que reconocía la legitimidad, pero
aplicaba a las normas sancionadas un criterio restrictivo que las mantenía en
vigencia sólo mientras estuviesen en el poder. Sin embargo, amplió el campo de
la legislación que podían producir: al requisito de “necesidad y urgencia” se
agregó el de “los fines de la revolución”, aceptando toda norma que apuntase a
ellos.
Reestablecido el orden constitucional en 1946, la Corte
Suprema fue reemplazada y la jurisprudencia respecto de los golpes de Estado
cambió. El criterio restrictivo fue dejado de lado, admitiendo que las normas
subsistían, aunque cesara el gobierno que las había sancionado y sin necesidad
de ratificación del Congreso. También se estableció que el criterio de
“necesidad y urgencia” era privativo del gobierno de facto y totalmente ajeno al
control judicial. Si bien esto permitió al gobierno incorporar toda la
legislación producida en el campo laboral y social durante el golpe de 1943, su
aplicación provocó la reacción de todo el arco opositor, que tildó al gobierno
de tiránico.
Pero Perón fue
derrocado en 1955. El gobierno de facto derogó la Constitución de 1949, volviendo
al texto de 1853. Por el decreto 4161/56 se proscribió tanto al Partido
Peronista como a su líder depuesto. Su accionar fue legitimado nuevamente por
la Corte, que afirmó: “El gobierno surgido de una revolución triunfante tiene
el poder de realizar todos los actos necesarios, y entre ellos los de carácter
legislativo, para el cumplimiento de los objetivos de la revolución”. La capacidad
de legislar ya no tenía límites.
Normalizada la
situación, esta vez fue el Congreso el que estableció que todas las normas
sancionadas por un gobierno de facto tenían plena vigencia con posterioridad,
criterio que acató la jurisprudencia de la Corte. Un radical (¡quién si no…!)
Julio Oyhanarte fue el encargado de la justificación teórica. Afirmó que
bastaba con que el gobierno de facto manifestara su voluntad de legislar para
que sus normas siguieran en vigencia durante el período constitucional, aunque
no fueran ratificadas por el Congreso. Esto hizo posible mantener la
proscripción del peronismo, como resultado del contubernio entre militares,
partidos políticos, Poder Judicial y una complaciente sociedad. Lo que hay que
señalar es que esta concepción irrestricta de las normas de facto era la que
había utilizado el gobierno peronista y que tanto escándalo había suscitado en
la oposición. Pero al igual que Rosas, Perón era un tirano; al igual que Mitre,
Aramburu, un salvador.
El golpe de 1966 significó
un grave avance sobre la normalidad constitucional. Los golpistas pusieron en
vigencia el Estatuto de la Revolución Argentina, colocado por encima de la
Constitución. Pero, además, los interventores provinciales pasaron a llamarse
gobernadores, mientras que las normas dictadas dejaron de ser Decretos Ley para
llamarse simplemente Ley. Como si esto fuera poco, el llamado a elecciones fue
hecho según normas que operaron como una verdadera reforma constitucional,
acortando el mandato presidencial a 4 años y estableciendo la elección directa.
Tampoco esta
reforma fue cuestionada. Pero se produjo un importante debate que tendría como
protagonistas a Enrique Bacigalupo (Procurador del Tesoro) y a Germán Bidart
Campos. El primero sostuvo que las normas dictadas durante un golpe de Estado
pueden ser derogadas por un simple decreto del Poder Ejecutivo, dado que no es
republicanamente aceptable que un gobierno de facto limite las acciones de uno
constitucional. Sin embargo, Bidart Campos sostuvo que no importa el tipo de
gobierno del que emana la norma: sólo importa que es una ley y sólo podrá ser
derogada por otra norma de la misma jerarquía, es decir, una ley del Congreso. Le
debemos entonces al “padre del constitucionalismo argentino” una de las
patologías institucionales más dañinas: para sancionar una norma alcanza la
voluntad de un dictador. Pero para derogar esa misma norma, todo un Congreso
debe ponerse de acuerdo. Con padres como este, mejor ser huérfana…
Equiparados de
esta manera los gobiernos de facto con los constitucionales, dotados los
primeros de amplias facultades para legislar y asegurada la permanencia de esas
normas más allá de los períodos de excepción, no debe asombrarnos entonces que
la Dictadura de 1976 haya redactado su propio Estatuto en reemplazo de la
Constitución, ni que haya formado la CAL, Comisión de Asesoramiento Legislativo
que cumpliría las funciones del Congreso. De las 4449 leyes que, hasta la
aparición de Milei, estaban en vigencia en Argentina, más de 800 fueron
dictadas por gobiernos de facto y 417 corresponden a la última Dictadura.
Debemos saber,
entonces, que la Dictadura no terminó. Persiste en las leyes que nos legó, como
la de Entidades Financieras que hoy utiliza el Ministro Caputo. Con ellas se
consolidó un modelo de exclusión del que no saldremos si no desmantelamos la
estructura jurídica que lo hace posible. Entre tantos problemas cotidianos, bueno
sería no perder de vista esta cuestión estructural.
Desde Buenos
Aires, les mando un gran abrazo a los oyentes de El Club de la Pluma.
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO