ENTRE EL
ODIO Y LA RESISTENCIA:
LAS CONSTANTES DE NUESTRA VIDA HISTÓRICA
Desde Buenos Aires, saludo a los oyentes de El Club de la Pluma. Soy Lidia
Rodríguez Olives
La Argentina de hoy ofrece, a todas luces, un espectáculo lamentable. Una
sociedad que se comporta sin lógica ni racionalidad, donde las víctimas, vistos
los resultados de las últimas elecciones provinciales, votaron antes a sus
verdugos y hoy los siguen apoyando. Una sociedad donde reinan la incoherencia y
las contradicciones, como muestra el caso de Tierra del Fuego. Con una
industria protegida hace más de 50 años, exenciones impositivas y produciendo
la casi totalidad de la electrónica que consume el país, el 53,29% de sus
habitantes aseguró el triunfo de Milei, como si no supiesen qué estaban
votando. Hoy, sus puestos de trabajo peligran por la quita de aranceles y la
apertura económica. Una sociedad fragmentada en mil reclamos sectoriales pero
incapaz de reconocerse en un proyecto común o en una lucha mancomunada. En esta
sociedad, hasta los partidos políticos han mutado en corporaciones que defienden
sus intereses, cada vez más alejados de las necesidades de la gente. La campaña
electoral de la Ciudad de Buenos Aires así lo muestra, con candidatos (excepto
uno) que convocan a votar sólo para derrotar al enemigo, sin proyectos ni
debate alguno, descarnadamente sectarios e individualistas. Diputados y
senadores haciendo la suya, y un Poder Judicial atento a sus intereses,
bailando al son de la música oficial y pisoteando día a día el Derecho y la
Justicia. Jubilados peleando solos por una jubilación digna, sin comida, sin
remedios ni pañales pero que, en su mayoría, votaron esto. Una sociedad cruel,
que disfruta la humillación del otro pero que asiste indiferente a la
corrupción y al saqueo mientras, como muestra de su esquizofrenia, apoya “ficha
limpia” sólo para sacar de la arena política a Cristina Kirchner.
Hace ya muchos años, José Luis Romero acuñó el concepto de “vida histórica”
y lo definió como un flujo continuo, un transcurrir permanente que une pasado,
presente y futuro. Nos advertía entonces que no hay comprensión, acción ni
creación posibles sin esa constante apelación al pasado. El pasado no muere.
Sigue viviendo en el presente de cada uno, en la realidad misma y en la
conciencia de los vivos, porque sólo él puede dar cuenta de quiénes somos. De
estas reflexiones se desprende que será imposible comprender lo que somos hoy,
y mucho menos superarlo, sin un acercamiento reflexivo a nuestra historia, sin
interrogarla, sin reconocer las estructuras, valores y formas de percibir el
mundo que nos ha legado y que actúan coercitivamente sobre nuestras acciones,
más allá de nuestra conciencia.
Y en esta búsqueda de respuestas para nuestro presente 1955 es un punto de
inflexión. Y lo es no sólo porque abrió un período de inestabilidad y ensayos
autoritarios cada vez más violentos, sino porque una sociedad relativamente
igualitaria e integrada se volvió marcadamente desigual y excluyente.
El peronismo tuvo profundas raíces sociales. La Argentina de los años 50
era la sociedad más igualitaria de América Latina, característica fácilmente
observable en la actividad económica, en la vida social, cultural y cotidiana
de la época. En 1950, la participación de los trabajadores en el ingreso
nacional era del 50%. La extensión y legitimidad de las organizaciones
gremiales junto con una amplia red de protección del trabajo, la mejora
sustancial de los servicios de salud y la extensión de la educación a nuevos
sectores, impulsaron la maduración de las clases trabajadoras y de las medias
asalariadas, que pasaron a formar parte de la nueva identidad nacional. Disfrutaron
de la vida social, política y cultural a través del cine, la televisión, la
radiodifusión y la literatura. A partir de entonces, la igualdad gravitó de
manera decisiva en el imaginario colectivo. Según Marcos Novaro, el peronismo
creó “una sociedad con fuertes valores democráticos, culturalmente homogénea,
que celebraba el ascenso social de las clases subalternas y era reactiva a las
jerarquías”.
Y fueron estos logros (no sus falencias) los que explican más acertadamente
la reacción del antiperonismo y los enfrentamientos que signaron nuestra
historia en la segunda mitad del siglo XX. Escondida detrás de otras
acusaciones se encuentra la percepción, por parte de los sectores más
acomodados, de la igualación como amenaza para su estatus y para el orden
social. La conciencia política de una sociedad fuertemente movilizada debía ser
entonces limitada, incluso a través del autoritarismo. El poder sindical se
convirtió en el blanco privilegiado de los ataques de la “reacción
conservadora”. De esta raíz profunda del odio al peronismo dan cuenta no sólo
la “Libertadora”, Frondizi con su Plan Conintes y el Terrorismo de Estado del
76, sino los discursos y acciones de gobiernos más recientes, como el de
Mauricio Macri y el de Javier Milei.
En 1983 Guillermo O´Donnell exponía lo que luego sería un ensayo
(brillante, por cierto) al que tituló “¿Y a mí qué (mierda) me importa?”
Comparaba en él las diferentes respuestas dadas a la misma pregunta en Brasil y
Argentina: “¿Usted sabe con quién está hablando?”. Lejos de la sumisión y el
respeto esperado por quien así cuestiona, la respuesta argentina no duda en
mandar a la mierda al interlocutor y a la jerarquía social sobre la que se monta.
Ejemplifica así una conciencia inexistente en otras regiones de América Latina:
el trabajador no es un sirviente. Debe cumplir con su trabajo y para eso no
necesita ser obsequioso. Primaba entonces una actitud más igualitaria y
equiparadora de las distancias sociales. Sin embargo, aunque la respuesta
cuestiona la vigencia de las jerarquías, no las clausura. Y una sociedad puede
ser, al mismo tiempo relativamente igualitaria en la acción, y autoritaria y
violenta en la reacción.
Desde el 55 hasta ahora, los gobiernos reaccionarios han tenido un solo
objetivo: destruir al peronismo como sinónimo de insubordinación social y a su
modelo industrialista y de pleno empleo como vector que la hace posible. Se
trató y se trata de “domesticar” a los trabajadores, de “ponerlos en su lugar”
hasta el punto de la humillación. No sólo porque su rebelión es nociva en sí
misma sino porque su insolencia plebeya amenaza con expandirse a toda la
sociedad derrumbando barreras de jerarquía y de orden. Sólo así podrá
reestablecerse esa añorada sociedad donde los pocos habilitados para mandar
mandaban y los que tenían que obedecer, obedecían. Donde las clases medias, en
su eterna mediocridad, obedecen a quienes deben obedecer mientras les aseguren
alguien a quien mandar.
Los ejemplos de disciplinamiento son la constante de nuestra “vida
histórica” y explican gran parte de los conflictos y posicionamientos actuales.
En el 55 se intentó la proscripción mientras se perseguía, encarcelaba y
fusilaba a trabajadores y representantes sindicales. Los derechos laborales
fueron cercenados y el salario real cayó abruptamente. La economía se abrió al
mercado y retomó la senda del modelo agroexportador. También la dictadura del
76 atacó sin piedad a esa sociedad “subversiva” que se resistía a desaparecer.
Redujo un 30% la clase trabajadora y un 25% la producción industrial, arruinó
las economías regionales, pero, sobre todo, hizo muy peligroso responder “y a
mí qué mierda me importa”. Choferes de colectivos y taxis fueron obligados a
vestir camisa y corbata y el tuteo quedó prohibido en todas las dependencias
del Estado. Y allí donde el brazo del Estado no llegó, fueron muchos los que,
llenos de odio contra “esa gente insolente y agresiva”, impusieron sus
micro-despotismos donde podían. Es en esta estructura de nuestra “vida
histórica”, clasista y revanchista, donde se inserta González Fraga diciendo
que un trabajador no puede comprar un celular o irse de vacaciones; también, el
deseo morboso de Javier Milei de poner “el último clavo en el cajón del
kirchnerismo”. Se odia a Cristina con la misma intensidad que a Eva y a Perón. Por
ser símbolos de una sociedad plebeya que los cuestiona y desafía; por la
persistencia y profundidad de su presencia que tornan estériles los esfuerzos
por eliminarlos. Cristina, al igual que Eva, carga además con la misoginia de
una sociedad machista, enferma y refractaria a la conjunción de inteligencia,
belleza y osadía.
Pero el golpe del 55 también nos legó una sociedad fragmentada que, frente
a un Estado ilegítimo que renuncia a su papel de mediador, encontró canales de
expresión a través de lo que ha dado en llamarse corporativismo anárquico. Como
afirma O´Donnell, Argentina fue incapaz, desde entonces, de sostener una
democracia que asegure un conjunto de reglas y garantice una competencia
razonablemente civilizada. La sociedad
política se convertirá poco a poco en un sinnúmero de corporaciones que defienden
en la arena pública sus intereses particulares. Atomización deseada y buscada
en toda reacción conservadora. No es casual la lucha solitaria de los
jubilados. Tampoco es casual la represión: la derecha sabe que, como en el
truco, cuando la lucha es individual gana el que tiene el as de espadas.
Terminar con el individualismo que confronta, pero no resuelve nada;
superar las divisiones del campo popular en pos de un proyecto común; aunar
esfuerzos que nos hagan más fuertes y entender que, como en El Eternauta “, nadie
se salva solo”, parecen ser los desafíos del momento. Nos mandarán al ejército,
la policía y la gendarmería; cercenarán derechos laborales y pisarán los
salarios; nos perseguirán reprimiendo e insultando; querrán someternos por el
hambre y la desocupación; no se privarán ni de la crueldad ni de la
humillación. Porque saben que en la solidaridad y en la unión radica nuestra
capacidad de resistir, sobrevivir y volver. Y porque temen más que a nada que
algún “negro”, “peroncho” y “laburante” les vuelva a contestar, con la cabeza
erguida y mirando a los ojos, “¿y a mí qué mierda me importa?”.
Desde Buenos Aires, saludo a todos los oyentes de El Club de la Pluma
PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ
OLIVES
Profesora de Historia -
Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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