RADIO EL CLUB DE LA PLUMA

lunes, 16 de diciembre de 2024

LA CIVILIZACIÓN QUE HEREDAMOS - PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

 

LA CIVILIZACIÓN QUE HEREDAMOS

 


 Desde Buenos Aires, saludo a todos los que escuchan El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez Olives

 

 El tema de esta columna puede sonar un poco desactualizado. Pero sé que en la Argentina de Milei todo pierde vigencia rápidamente, devorado, en tiempos cada vez más cortos, por hechos siempre más aberrantes que los anteriores. También sé que el conocimiento de la Historia alumbra la comprensión del presente, le da sentido y significado porque somos el resultado de lo que fuimos.

 

 En octubre pasado, frente a la indignación de algunos, la indiferencia de muchos y el apoyo explícito del “ejército libertario”, el gobierno decía: “Hoy, 12 de octubre, celebramos el Día de la Raza en conmemoración de la llegada de Cristóbal Colón, un hito que marcó el inicio de la civilización en América”.

 

 Podríamos hablar de la potencia simbólica que tiene el apelativo “raza”, con su inherente referencia a una jerarquía que justifica en una supuesta superioridad el dominio de unos sobre otros y el uso de la violencia para conseguirlo. También podríamos hablar de la Europa del SXV, ya no desde la Florencia de los Médici ni desde la corte de Francisco I de Francia sino desde la vida cotidiana de un pueblo al que el relato colonialista ha dejado sin Historia. Amputación del pasado semejante a la sufrida por los pueblos americanos, sepultados en el olvido y que sólo parecen emerger con la llegada de Colón. Sabemos mucho sobre el Renacimiento italiano, pero desconocemos la maravillosa ingeniería hidráulica y la compleja tecnología utilizadas para la construcción de Tenochtitlan.

 

 A poco de indagar en las fuentes que nos hablan no de minorías selectas sino de la vida del 95% de la población, la imagen que nos devuelve la “Europa de los descubrimientos” es sensiblemente diferente a la acuñada por el relato tradicional. Lejos de la corte papal de Alejandro VI, la esperanza de vida era de 30 a 35 años y a esa edad, los cuerpos ya mostraban los atributos de la vejez: espaldas encorvadas y bocas desdentadas señalaban que la vida llegaba a su fin. El 50% de los niños morían antes del primer año, holocausto infantil producido por la mala alimentación, el deterioro de la salud y la violencia.

 

 Mientras en América la organización de relaciones ecológicas y de intercambio sincronizadas entre diferentes espacios geográficos, el desarrollo de novedosas formas de cultivo, el desecamiento de pantanos, la extensión de sistemas de riego y, fundamentalmente, la concentración y redistribución de alimentos permitían sostener una población que superaba en mucho la de Nápoles, París o Londres, Europa moría de hambre. Los bosques, pantanos y chaparrales la convertían en una zona casi inhabitada, problema al que se agregaba la escasa tecnología agrícola y el bajo número de animales. La tierra no soportaba más de 2 cosechas sucesivas y un tercio de la misma se encontraba en permanente barbecho. El elevado precio de la sal hacía más conveniente entregar un animal como pago que comérselo. Precariamente alimentados, la mayoría de la población no podía recuperar las energías gastadas ni preservar su salud, y una sucesión de hambrunas sacudieron a la Europa del Renacimiento, como la que asoló España entre 1502 y 1507 y produjo el despoblamiento de regiones enteras. Según un relato de la época, “los sobrevivientes vagaban a lo largo de los caminos, llevando a sus hijos, muertos de inanición, a sus espaldas”. “Vivir con hambre” hizo frecuentes los estados de desasosiego nervioso y los paroxismos de terror, como muestran las turbulencias políticas y los delirios religiosos de la época. Fue América, la salvaje, la primitiva e incivilizada, la que les dio de comer. El maíz fue aceptado con avidez y la papa, introducida en 1500, se expandió rápidamente por todo el continente.  

 

 El europeo convive diariamente con el miedo a la muerte. Al hambre se suman las enfermedades que hacen estragos en cuerpos debilitados, impulsadas por la suciedad del período. Las dificultades para acceder al agua sumadas al alto precio del jabón, dificultan la higiene personal: los cuerpos llegan sucios a la mesa y a la cama. La basura que los vecinos de Paris arrojaban a las murallas llegó a alcanzar tal altura que hubo que cavar y apartarla por miedo a facilitar el ataque de los ingleses en 1512.

 

 A fines del SXV y principios del XVI, Europa es un continente brutalizado por su continuo contacto con la violencia y su indiferencia hacia ella. Se mutila y descuartiza a los criminales en público frente a espectadores excitados, y pedazos de esos cuerpos son colgados en piquetes fuera de las murallas o en los cruces de caminos. También la tortura se ejecuta en público y, en 1488, los vecinos de Brujas pedían a gritos que el espectáculo se prolongara el mayor tiempo posible. Huizinga cita el caso de los habitantes de Mons, que pagaron un alto precio por un bandido sólo por el placer de verlo descuartizado. La tortura ejerce fascinación y una mórbida inclinación al horror atraviesa toda la sociedad. El fanatismo religioso hace lo suyo. Brujas y acusados de herejía son quemados públicamente para regocijo de la muchedumbre. Europa es brutal y las costumbres cortesanas, idealizadas tantas veces en las pantallas de Hollywood, no fueron otra cosa que la educación impuesta por la Iglesia ante la cantidad de mujeres que morían en la noche de bodas. Occidente se horroriza con los sacrificios aztecas, pero no con sus femicidios y violaciones colectivas; no con Vasco de Gama disparando contra mujeres y niños, ni con Núñez de Balboa soltando perros enfurecidos contra los nativos de Centroamérica.

 

 También es Europa racista y excluyente, perseverante en el odio que profesa a las minorías. Los judíos estaban obligados a identificarse con una insignia desde el SXIII. Fueron finalmente expulsados de toda la Provenza en 1495; de Nuremberg y Württemberg en 1498; y de Ulm en 1499. En 1506, una ley francesa permitía matarlos sin castigo alguno si se los veía en lugares que les estaban prohibidos. Y en la “civilizada” España, reconquistada Granada e instalada la Inquisición, los Reyes Católicos firmaron un decreto ordenando la expulsión de sus reinos de todos los judíos practicantes. De 200 mil almas que formaban la comunidad hebrea, se calcula que emigraron entre 120 y 150 mil, debilitando las bases económicas de España en los comienzos de su carrera imperial. El nazismo no cayó del cielo…

 

 Pero Europa también odia a los turcos, a los moros y a los gitanos. Olvida con facilidad que de los turcos aprendió a construir galeras, cañones y cureñas, caminos y fábricas de pólvora; a diseñar fortificaciones, a levantar mapas y a trabajar metales. Su desarrollo intelectual y técnico se basó en lo que los conquistadores cristianos encontraron en las bibliotecas árabes de Toledo y Palermo, donde descubrieron la ciencia, la lógica y la filosofía griega; donde conocieron a Euclides, a Aristóteles y a Ptolomeo y aprendieron medicina. El odio también alcanza al diferente por su lengua, por sus costumbres, su vestimenta o su religión. Identificado como extranjero, lo construye como enemigo y justifica su exterminio. A fines del SXV Félix Hemmerlin, canónico de Zurich expresaba: “Las gentes del campo son subhumanas. Les sentaría bien que cada 50 años se quemaran sus casas y sus campos se convirtieran en desiertos”. Veinte años después, el sultán Bayaceto observaba con agudeza a sus visires: “Los cristianos luchan constantemente entre ellos mismos. No existe la concordia y nadie piensa en el interés común”. No es casual que, desde el SXIII, la guerra se haya tornado continua.

 

 Y España no fue una excepción. Aplastada Cataluña y aniquilada su industria, fue Castilla la que impuso su mentalidad y modeló la monarquía española. Sociedad cerrada, más inclinada a la guerra que al comercio, trasplantó a América su ideal del “perfecto hidalgo”: aquel que, desposeído por el mayorazgo, respeta a quien se hace rico saqueando y robando tierras, pero desprecia al que trabaja. Según López de Velazco, llegaron a América pretendiendo oficios y repartimientos, “aquellos hombres enemigos del trabajo, con más codicia de enriquecerse brevemente que de perpetuarse en la tierra”. Soberbio y arrogante, el conquistador hace de la Europa cristiana el único mundo válido en medio de otros inferiores y oscuros. Así, acuñó el estereotipo de una América vacía y sin cultura. No pudo resistir entonces la existencia de Tenochtitlán. Cortés la destruyó implacablemente y Carlos V prohibió que se hablase de ella. El derecho de conquista y la lucha contra el infiel abrieron el camino a la explotación y el holocausto americano. La mita en las minas de Potosí, Zacatecas, Guanajuato y Taxco aportaron a Carlos V, hasta 1550, 300 mil ducados anuales. Pero sus gastos militares ascendían a 1 millón, acumulando en 37 años una deuda de 39 millones con acreedores extranjeros. Y la triple bancarrota del gobierno de Felipe II no importó a la hora de desarrollar el más grande sistema de espionaje conocido en Europa. Ni toda la plata de América pudo detener la quiebra de la corona española. En cambio, aceleró la decadencia de su industria en un país donde nadie quiere producir porque resulta más rentable ser prestamista del gobierno.

 

 El relato acuñado a fines del SXIX, adoptado con vehemencia por nuestros liberales y que sirvió para adoctrinar a generaciones enteras de argentinos en las aulas, nos habla, como Milei, de una Europa que alumbró con su civilización este continente. Sin embargo, es en su barbarie y su violencia; en su fanatismo y su desprecio a la vida; en su intolerancia; en su capacidad para odiar hasta la destrucción y gozar con la crueldad; en su ignorancia y su racismo; en sus clases dominantes ociosas, corruptas y prebendarias, enriquecidas por el saqueo y la explotación; en su arrogancia y en todas sus miserias donde esta Argentina libertaria encontrará sus genes dominantes, donde puede mirarse como en un espejo que avergüenza y destruye para siempre el mito civilizatorio.

 

 Les mando un gran abrazo a todos los oyentes de El Club de la Pluma.

 

PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

Profesora de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO

 

 

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