LA
CIVILIZACIÓN QUE HEREDAMOS
Desde Buenos
Aires, saludo a todos los que escuchan El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez
Olives
El tema de esta
columna puede sonar un poco desactualizado. Pero sé que en la Argentina de
Milei todo pierde vigencia rápidamente, devorado, en tiempos cada vez más
cortos, por hechos siempre más aberrantes que los anteriores. También sé que el
conocimiento de la Historia alumbra la comprensión del presente, le da sentido
y significado porque somos el resultado de lo que fuimos.
En octubre pasado,
frente a la indignación de algunos, la indiferencia de muchos y el apoyo
explícito del “ejército libertario”, el gobierno decía: “Hoy, 12 de octubre,
celebramos el Día de la Raza en conmemoración de la llegada de Cristóbal Colón,
un hito que marcó el inicio de la civilización en América”.
Podríamos hablar
de la potencia simbólica que tiene el apelativo “raza”, con su inherente
referencia a una jerarquía que justifica en una supuesta superioridad el
dominio de unos sobre otros y el uso de la violencia para conseguirlo. También
podríamos hablar de la Europa del SXV, ya no desde la Florencia de los Médici
ni desde la corte de Francisco I de Francia sino desde la vida cotidiana de un
pueblo al que el relato colonialista ha dejado sin Historia. Amputación del
pasado semejante a la sufrida por los pueblos americanos, sepultados en el
olvido y que sólo parecen emerger con la llegada de Colón. Sabemos mucho sobre
el Renacimiento italiano, pero desconocemos la maravillosa ingeniería
hidráulica y la compleja tecnología utilizadas para la construcción de
Tenochtitlan.
A poco de indagar
en las fuentes que nos hablan no de minorías selectas sino de la vida del 95%
de la población, la imagen que nos devuelve la “Europa de los descubrimientos”
es sensiblemente diferente a la acuñada por el relato tradicional. Lejos de la
corte papal de Alejandro VI, la esperanza de vida era de 30 a 35 años y a esa
edad, los cuerpos ya mostraban los atributos de la vejez: espaldas encorvadas y
bocas desdentadas señalaban que la vida llegaba a su fin. El 50% de los niños
morían antes del primer año, holocausto infantil producido por la mala
alimentación, el deterioro de la salud y la violencia.
Mientras en
América la organización de relaciones ecológicas y de intercambio sincronizadas
entre diferentes espacios geográficos, el desarrollo de novedosas formas de
cultivo, el desecamiento de pantanos, la extensión de sistemas de riego y,
fundamentalmente, la concentración y redistribución de alimentos permitían
sostener una población que superaba en mucho la de Nápoles, París o Londres, Europa
moría de hambre. Los bosques, pantanos y chaparrales la convertían en una zona
casi inhabitada, problema al que se agregaba la escasa tecnología agrícola y el
bajo número de animales. La tierra no soportaba más de 2 cosechas sucesivas y
un tercio de la misma se encontraba en permanente barbecho. El elevado precio
de la sal hacía más conveniente entregar un animal como pago que comérselo.
Precariamente alimentados, la mayoría de la población no podía recuperar las energías
gastadas ni preservar su salud, y una sucesión de hambrunas sacudieron a la
Europa del Renacimiento, como la que asoló España entre 1502 y 1507 y produjo
el despoblamiento de regiones enteras. Según un relato de la época, “los
sobrevivientes vagaban a lo largo de los caminos, llevando a sus hijos, muertos
de inanición, a sus espaldas”. “Vivir con hambre” hizo frecuentes los estados
de desasosiego nervioso y los paroxismos de terror, como muestran las
turbulencias políticas y los delirios religiosos de la época. Fue América, la
salvaje, la primitiva e incivilizada, la que les dio de comer. El maíz fue
aceptado con avidez y la papa, introducida en 1500, se expandió rápidamente por
todo el continente.
El europeo convive
diariamente con el miedo a la muerte. Al hambre se suman las enfermedades que
hacen estragos en cuerpos debilitados, impulsadas por la suciedad del período.
Las dificultades para acceder al agua sumadas al alto precio del jabón,
dificultan la higiene personal: los cuerpos llegan sucios a la mesa y a la
cama. La basura que los vecinos de Paris arrojaban a las murallas llegó a
alcanzar tal altura que hubo que cavar y apartarla por miedo a facilitar el
ataque de los ingleses en 1512.
A fines del SXV y
principios del XVI, Europa es un continente brutalizado por su continuo
contacto con la violencia y su indiferencia hacia ella. Se mutila y descuartiza
a los criminales en público frente a espectadores excitados, y pedazos de esos
cuerpos son colgados en piquetes fuera de las murallas o en los cruces de
caminos. También la tortura se ejecuta en público y, en 1488, los vecinos de
Brujas pedían a gritos que el espectáculo se prolongara el mayor tiempo
posible. Huizinga cita el caso de los habitantes de Mons, que pagaron un alto
precio por un bandido sólo por el placer de verlo descuartizado. La tortura
ejerce fascinación y una mórbida inclinación al horror atraviesa toda la
sociedad. El fanatismo religioso hace lo suyo. Brujas y acusados de herejía son
quemados públicamente para regocijo de la muchedumbre. Europa es brutal y las
costumbres cortesanas, idealizadas tantas veces en las pantallas de Hollywood,
no fueron otra cosa que la educación impuesta por la Iglesia ante la cantidad
de mujeres que morían en la noche de bodas. Occidente se horroriza con los
sacrificios aztecas, pero no con sus femicidios y violaciones colectivas; no
con Vasco de Gama disparando contra mujeres y niños, ni con Núñez de Balboa soltando
perros enfurecidos contra los nativos de Centroamérica.
También es Europa
racista y excluyente, perseverante en el odio que profesa a las minorías. Los
judíos estaban obligados a identificarse con una insignia desde el SXIII. Fueron
finalmente expulsados de toda la Provenza en 1495; de Nuremberg y Württemberg
en 1498; y de Ulm en 1499. En 1506, una ley francesa permitía matarlos sin
castigo alguno si se los veía en lugares que les estaban prohibidos. Y en la
“civilizada” España, reconquistada Granada e instalada la Inquisición, los
Reyes Católicos firmaron un decreto ordenando la expulsión de sus reinos de
todos los judíos practicantes. De 200 mil almas que formaban la comunidad
hebrea, se calcula que emigraron entre 120 y 150 mil, debilitando las bases económicas
de España en los comienzos de su carrera imperial. El nazismo no cayó del
cielo…
Pero Europa
también odia a los turcos, a los moros y a los gitanos. Olvida con facilidad
que de los turcos aprendió a construir galeras, cañones y cureñas, caminos y
fábricas de pólvora; a diseñar fortificaciones, a levantar mapas y a trabajar
metales. Su desarrollo intelectual y técnico se basó en lo que los
conquistadores cristianos encontraron en las bibliotecas árabes de Toledo y
Palermo, donde descubrieron la ciencia, la lógica y la filosofía griega; donde conocieron
a Euclides, a Aristóteles y a Ptolomeo y aprendieron medicina. El odio también
alcanza al diferente por su lengua, por sus costumbres, su vestimenta o su religión.
Identificado como extranjero, lo construye como enemigo y justifica su
exterminio. A fines del SXV Félix Hemmerlin, canónico de Zurich expresaba: “Las
gentes del campo son subhumanas. Les sentaría bien que cada 50 años se quemaran
sus casas y sus campos se convirtieran en desiertos”. Veinte años después, el
sultán Bayaceto observaba con agudeza a sus visires: “Los cristianos luchan
constantemente entre ellos mismos. No existe la concordia y nadie piensa en el
interés común”. No es casual que, desde el SXIII, la guerra se haya tornado
continua.
Y España no fue
una excepción. Aplastada Cataluña y aniquilada su industria, fue Castilla la
que impuso su mentalidad y modeló la monarquía española. Sociedad cerrada, más
inclinada a la guerra que al comercio, trasplantó a América su ideal del
“perfecto hidalgo”: aquel que, desposeído por el mayorazgo, respeta a quien se
hace rico saqueando y robando tierras, pero desprecia al que trabaja. Según
López de Velazco, llegaron a América pretendiendo oficios y repartimientos,
“aquellos hombres enemigos del trabajo, con más codicia de enriquecerse
brevemente que de perpetuarse en la tierra”. Soberbio y arrogante, el conquistador
hace de la Europa cristiana el único mundo válido en medio de otros inferiores
y oscuros. Así, acuñó el estereotipo de una América vacía y sin cultura. No
pudo resistir entonces la existencia de Tenochtitlán. Cortés la destruyó
implacablemente y Carlos V prohibió que se hablase de ella. El derecho de
conquista y la lucha contra el infiel abrieron el camino a la explotación y el
holocausto americano. La mita en las minas de Potosí, Zacatecas, Guanajuato y
Taxco aportaron a Carlos V, hasta 1550, 300 mil ducados anuales. Pero sus
gastos militares ascendían a 1 millón, acumulando en 37 años una deuda de 39
millones con acreedores extranjeros. Y la triple bancarrota del gobierno de
Felipe II no importó a la hora de desarrollar el más grande sistema de
espionaje conocido en Europa. Ni toda la plata de América pudo detener la
quiebra de la corona española. En cambio, aceleró la decadencia de su industria
en un país donde nadie quiere producir porque resulta más rentable ser
prestamista del gobierno.
El relato acuñado
a fines del SXIX, adoptado con vehemencia por nuestros liberales y que sirvió
para adoctrinar a generaciones enteras de argentinos en las aulas, nos habla,
como Milei, de una Europa que alumbró con su civilización este continente. Sin
embargo, es en su barbarie y su violencia; en su fanatismo y su desprecio a la
vida; en su intolerancia; en su capacidad para odiar hasta la destrucción y
gozar con la crueldad; en su ignorancia y su racismo; en sus clases dominantes
ociosas, corruptas y prebendarias, enriquecidas por el saqueo y la explotación;
en su arrogancia y en todas sus miserias donde esta Argentina libertaria
encontrará sus genes dominantes, donde puede mirarse como en un espejo que
avergüenza y destruye para siempre el mito civilizatorio.
Les mando un gran abrazo a todos los oyentes de El Club de la Pluma.
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Profesora
de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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