SEÑALANDO AL ENEMIGO
Saludo a los oyentes de El club de la Pluma. Soy Lidia
Rodríguez Olives
Hace 40 años, el
30 de octubre de 1983, Raúl Alfonsín ganaba las elecciones presidenciales.
Terminaba así la Argentina de los secuestrados, torturados y desaparecidos; de
las cárceles clandestinas y los vuelos de la muerte; de las listas negras y los
exiliados; del robo de niños, el cambio de identidad, el “algo habrán hecho”,
la picana y el Falcon verde. Con el 52% de los votos había conseguido, también,
exorcizar la historia: por primera vez el partido Radical derrotaba al
peronismo en elecciones limpias y sin restricciones.
Su campaña
electoral, que capturó un apoyo que excedía con creces al de sus votantes
tradicionales, estuvo basada en un conjunto diverso de propuestas. Fuertemente
estructurada en torno al liderazgo de Alfonsín, valorizó la vigencia de un
Estado de Derecho, la voluntad de cambio y la necesidad de orden, el respeto a
la ley y el sometimiento irrestricto a la Constitución Nacional como principios
unificadores de la sociedad. Planteó con claridad los que serían sus objetivos
de gobierno: reducir la inflación, aumentar la producción y mejorar la
distribución del ingreso. Al mismo
tiempo, señaló la importancia de la movilización popular como base de la
democracia y colocó en el centro de la escena aquello que la daña
irreparablemente: la inconducta de los gobernantes y la corrupción.
De cara a la
sociedad, el liderazgo de Alfonsín se fue consolidando en los primeros años de
gobierno. En junio de 1985, con el inicio del Plan Austral, su imagen positiva
alcanzó el punto más alto: 75% de aprobación. Y en noviembre del mismo año, las
elecciones para la renovación del Congreso Nacional ratificaban el fuerte apoyo
popular: con una participación del 83,77%, la UCR obtuvo el 43,58% de los votos,
frente al escaso 24,49% del peronismo.
Pero 2 años después,
las cosas habían cambiado. El 6 de septiembre de 1987, la segunda renovación
del Congreso significó una derrota aplastante para el oficialismo. Un peronismo
renovado se impuso con el 41,29% de los votos, ganando también 16 gobernaciones,
mientras la UCR, con el 37,34%, sólo pudo retener dos provincias: Córdoba y Río
Negro. Y en 1989, el estallido de una fenomenal crisis económica producía la
voladura total del sistema, llevándose puesto al que pretendió ser el “Tercer
movimiento histórico”. Con una inflación que no bajó del 300% mensual e hizo
subir la pobreza por encima del 20%, sin reservas en el Banco Central ni
financiamiento externo, con una conflictividad social creciente que se
manifestó en saqueos y otras expresiones de violencia, un gobierno ya sin rumbo
dispuso el adelantamiento de las elecciones primero y del traspaso del mando
después. Finalmente, el 8 de julio, Raúl Alfonsín entregaba el gobierno al
recientemente electo Carlos Saúl Menem. El acto estuvo cargado de simbolismo
institucional: la última sucesión democrática había ocurrido en 1952. Pero ese
simbolismo no alcanzaba para ocultar la hecatombe económica en que se hundía el
país. Y, frente a esto, la Historia se pregunta ¿qué pasó?
El gobierno militar dejó a la naciente democracia una
herencia económica catastrófica. La desocupación crecía mientras el ingreso de
los asalariados acumulaba varios años de retroceso. La inflación se acercaba al
400% y el Banco Central no disponía de reservas. La deuda externa, que se había
multiplicado por 5 desde 1976, representaba el 70% del PBI: 46.200 millones de
dólares. Además, al momento de asumir Alfonsín, se debían 20.000 millones de
dólares por atrasos en los pagos. También recibía un país desindustrializado,
con una economía controlada por un puñado de poderosos actores que concentraban
la producción.
Frente a esta situación,
el radicalismo mostró un poco de ingenuidad y bastante desinformación. Prueba
de ello es la gestión de Bernardo Grinspun en el Ministerio de Economía.
Intentó aplicar políticas redistributivas de corte keynesiano que, según
sostenía, permitirían recuperar el desarrollo industrial y el crecimiento. Así
se había hecho en todas las crisis del modelo industrialista. El problema fue
que ese modelo ya no existía. Porque la Dictadura produjo rupturas y cambios en
el funcionamiento de la economía de los que no eran conscientes las nuevas
autoridades. Álvaro Alsogaray sí lo sabía y en diciembre de 1983 afirmaba: “El
Ministro de Economía de Alfonsín no está lo suficientemente informado sobre la
realidad que va a recibir y procede según creencias del pasado. Cuando se
entere, se verá obligado, probablemente, a adoptar otras medidas”. En este sentido
1976 representa, en la Argentina, un corte histórico. Porque el golpe de ese
año no estuvo dirigido, como los anteriores, contra un gobierno o contra una situación
social particular. Estuvo dirigido hacia la destrucción total del modelo
industrialista desarrollado desde 1930, donde el protagonismo tanto de los
trabajadores como de sus poderosas organizaciones sindicales, erosionaron el
poder económico, social y político de la elite económica local. En una sociedad
donde las empresas y los trabajadores tienen la misma cuota de poder, resulta
imposible para las primeras aumentar sus ganancias bajando salarios, quitando
derechos o aumentando la tasa de explotación. Para una máxima rentabilidad, el
modelo debía ser destruido y la sociedad disciplinada, asegurando no sólo la
tasa de ganancia sino el control mismo del aparato estatal, que impediría volver
atrás. Esa captura del Estado fue agudamente percibida por Juan Aleman, que en
marzo de 1983 escribió: “El próximo gobierno estará tan inhibido de actuar que,
virtualmente, estará condenado al fracaso”.
El modelo surgido
de este contubernio cívico- militar, que requería para su instauración de la
violencia y el terrorismo de Estado, fue el de la valorización financiera, con
endeudamiento y fuga de capitales. La industria dejó de ser el motor del
crecimiento y el sector financiero, hasta entonces marginal y subsidiario de
otras actividades productivas, ocupó el centro de la escena como principal
forma de reproducción del capital y obtención de ganancias.
Al abrir la
economía al comercio mundial, pequeñas y medianas empresas quebraron frente a
la competencia. Creció entonces la desocupación y cayó drásticamente el salario
real. Pero también se produjo una profunda concentración de la producción.
Pocas, pero poderosas empresas, pasaron a dominar un porcentaje muy alto del
mercado, situación que se profundizó con cada gobierno neoliberal y sobrevive
en la actualidad ¿Y qué significa esto para el ciudadano de a pie? Significa
que el precio que pagamos por los productos no resulta de sus costos de
producción sino de lo que fijan a su antojo las empresas. Significa también
que, cuando sienten amenazados sus privilegios por las políticas de un
determinado gobierno, pueden generar procesos inflacionarios desestabilizantes,
como le hicieron en 1988 a Alfonsín para voltear el Plan Austral, en 1989 para
sacarlo de la presidencia o como lo están haciendo ahora. Y si la sociedad está
cautiva, no lo está menos el Estado Nacional. Porque la existencia de pocos
proveedores deriva en los sobreprecios que el Estado paga por las compras que
realiza, como sucede hoy con Techint en Vaca Muerta.
Los grandes grupos
económicos consolidados durante la Dictadura, recibieron de ésta ventajas
impositivas. Entre ellas, la eliminación de los aportes patronales con la
excusa de reducir sus costos y mejorar la competitividad. Esta reducción de los
ingresos percibidos por el Estado fue compensada con la generalización del IVA,
impuesto regresivo que impacta sobre los sectores más vulnerables. Desde su
implementación, en 1975, medicamentos, alimentos, bebidas, materiales de
construcción, libros y artículos de limpieza estaban excluidos del pago de ese
tributo. Pero la dictadura los incluyó y, de este modo, toda la sociedad
terminó financiando el ahorro y los privilegios de unos pocos. Otro gobierno
neoliberal, el de Menem, incluyó los servicios en el universo imponible y elevó
la alícuota del 13% al 21%.
La Ley de
Entidades Financieras liberó el mercado de cambio, facilitando tanto el
endeudamiento masivo como la fuga de divisas al exterior. Así, las empresas y
el Estado iniciaron un ciclo de endeudamiento inédito en la Historia Argentina.
Las primeras, para obtener ganancias especulativas; el segundo, para asegurar
la disponibilidad de divisas con que las empresas especulaban. Sucedió en la
Dictadura, pero también con Macri en 2018. Cuando la disponibilidad de créditos
de agotó y los acreedores reclamaron el pago, un Estado cautivo se hizo cargo
de las deudas contraídas por los privados, condenando a toda la sociedad y a
las futuras generaciones. La Ley de Entidades Financieras sigue hoy en
vigencia.
Transcurridos más de 40 años desde esa experiencia, el desafío para la sociedad argentina sigue siendo el mismo: conocer el modelo impuesto por la Dictadura, su funcionamiento y su persistencia. La experiencia alfonsinista nos dice que el poder destructivo de los que fueran socios civiles de la Dictadura es grande; que su lógica y sus formas de operar son destructivas para la sociedad porque, dueños de la economía y del poder, edifican su fortuna sobre la miseria de la mayoría. En este sentido, no son adversarios: son enemigos. Alfonsín no percibió esta diferencia y eso le impidió llevar adelante una estrategia adecuada: frente a una crisis profunda, con el adversario se acuerda, pero al enemigo se lo combate. Sólo el consenso político convierte el apoyo electoral en una coalición dominante capaz de enfrentar y cambiar el modelo. Y sólo una sociedad que conoce podrá movilizarse y dar el apoyo necesario. Quien no conoce, no comprende. Y entre la ignorancia y la incomprensión, hoy corremos el riesgo de profundizar un modelo destructivo (como hemos hecho otras veces) ya no con las botas sino con la fuerza de los votos. Militemos la Historia porque no hay espacio para el error.
Posgrado en Ciencias
sociales por FLACSO
No hay comentarios:
Publicar un comentario