RADIO EL CLUB DE LA PLUMA

martes, 29 de junio de 2010

Cómo visitar un país socialista (II parte)

Cómo visitar un país socialista (II parte)Por Richard Levins

La “lógica” del desarrollo socialista

rcbaez_estudiantes-de-secundaria.jpgCuando una revolución socialista sobrevive, su desarrollo está regido por una lógica que gradualmente se impone. “Lógica”, en este sentido, no se refiere a un místico espíritu de los tiempos ni a unas leyes universales de la actividad humana. (Un proceso histórico nunca está gobernado por “leyes”. Estas no son más que constructos intelectuales extraídos de los procesos reales y empleados para interpretar las observaciones). La lógica es el conjunto de relaciones sociales, retos, compromisos, categorías de análisis e ideas dominantes que establece las condiciones en cuyo marco los seres humanos toman decisiones. Es el conjunto de los principios que determinan la panoplia de decisiones posibles, aceptables, en ocasiones obvias, y excluye otras. Es el rango de las opciones para enfrentar todas las urgencias a las que se debe dar respuesta para que continúe el proyecto socialista. En ocasiones algunas tienen que posponerse a causa de limitaciones materiales, carencia de personal calificado, ausencia de consenso u hostilidad de los vecinos. Pero si por esas razones se niegan demasiados de esos imperativos durante un tiempo demasiado largo, todo el proceso puede desplomarse y la sociedad puede regresar al capitalismo. La historia no es un avance sin obstáculos del atraso a la modernidad, sino un proceso lleno de encrucijadas, vueltas y revueltas, estructurado por relaciones sociales. Las encrucijadas se ven muy influenciadas por quiénes deciden y cómo lo hacen.

La lógica del socialismo hace que algunas decisiones parezcan necesarias, obvias y atractivas. Entre ellas se encuentran el pleno empleo, la salud pública y la educación, universales y gratuitas, y la protección del medio ambiente. Otras pueden parecer objetivos evidentes, pero tienen que ser redefinidas. Por ejemplo, considérese la “eficiencia”. La “eficiencia” parece ser un valor positivo obvio y evidente, y las sociedades se esfuerzan por ser más “eficientes”. Pero la eficiencia ha tenido significados muy diferentes en distintos contextos. En la Biblia hebrea, la eficiencia agrícola se mide por el número de granos cosechados por semilla plantada (solía ser de 1 a 3 granos cosechados por semilla plantada; por encima de una proporción de 1:1, hay semilla para la próxima siembra, y por encima de ese nivel, hay alimentos).

En la Europa escasa de tierras de cultivo, una medida razonable de la eficiencia ha sido el rendimiento por hectárea. En los Estados Unidos, donde tradicionalmente ha habido tierras abundantes y escasez de mano de obra, la “eficiencia” se medía en términos de rendimiento por jornada de trabajo, y el país se ufanaba de que un granjero podía alimentar a cuarenta personas. En tiempos más recientes, los ecologistas han introducido los conceptos de eficiencia energética y de calorías cosechadas por calorías invertidas, y han insistido en que se midan los “costos reales” de un proceso, esto es, no sólo los costos de producción, sino también los costos asociados a la eliminación de la contaminación. En un feudo medieval no había una medida general de la eficiencia. Podía ser muy productivo en granos, pero carecer de madera o carne y no tener modo de intercambiar madera por carne; o disponer de mucha mano de obra, pero no de suficiente tierra de buena calidad para emplearla bien. Si empleáramos precios sombra para integrarlo todo, ellos nos mostrarían que, durante trescientos años, el feudo perdía dinero, pero proveía al sostenimiento del señor y los siervos. El koljoz soviético era notoriamente ineficiente en términos de ganancias. Pero entre sus gastos debía incluir el de proporcionarles atención de salud y educación a sus miembros, lo que hacía que su balance financiero fuera desfavorable pero produjera un beneficio social neto.

Como el trabajo es un gasto importante en la producción, en el capitalismo se considera que una compañía es más eficiente si reduce su personal, despide trabajadores y obtiene más plusvalía por trabajador al aumentar la jornada laboral, intensificar el ritmo del trabajo y reducir los salarios. Los trabajadores despedidos desaparecen del balance financiero. Todo ello se describe con el término meliorativo de “flexibilidad”. El gerente recibe una bonificación. A menudo se justifican las fusiones de empresas porque prometen incrementar la eficiencia en este sentido.

Pero en una sociedad socialista, en la que se garantiza que todos coman, despedir trabajadores de sus empleos no constituye un mejoramiento de la eficiencia social. Sencillamente, no es una opción. Hay otras posibilidades. En ocasiones es mejor tener personal excedente y utilizar las horas de trabajo también con fines educativos. Cuando tienen un excedente de trabajadores, las empresas pueden liberar temporalmente a algunos de sus empleados para que participen en una cosecha o construyan viviendas. O pueden eliminarse empleos y darles a los trabajadores otros puestos de trabajo con al menos el mismo salario, o reestrenarlos para que realicen otras labores, o darles un estipendio para estudiar. Cuba ha adoptado el principio de “estudio como trabajo” para los trabajadores desplazados de los centrales azucareros que se han cerrado. Sea cual fuere la decisión, en todos los casos, el criterio de la eficiencia social al nivel del conjunto, y no de la empresa, está presente como un contrapeso a las metas financieras de corto plazo.

Cuando múltiples metas de la sociedad convergen en programas específicos, estos se tornan casi inevitables. Por ejemplo, la agricultura urbana en Cuba satisfizo la necesidad de disponer de alimentos de modo inmediato cuando la economía se vino abajo tras la pérdida del intercambio comercial con la Unión Soviética y Europa Oriental. Fue una fuente de empleo en un momento en que las fábricas cerraron sus puertas por falta de materias primas o energía y por primera vez desde el triunfo de la revolución apareció el desempleo. Simplificó la distribución de los productores a los consumidores en un momento en que se dificultaba el transporte y los frecuentes apagones hacían que el almacenaje refrigerado de los productos no fuera una opción segura. El Ministerio de las Fuerzas Armadas estaba interesado en promover la autosuficiencia de las localidades, para el caso de que los desastres naturales o una agresión militar interrumpieran la coordinación al nivel nacional. La producción urbana de vegetales estaba en consonancia con el objetivo de los nutricionistas de lograr que la dieta de los cubanos se basara más en el consumo de vegetales y menos en el de carne y féculas. Los urbanistas alentaban la preservación de áreas verdes en el interior de las ciudades para mitigar el ruido, absorber la lluvia y reducir las inundaciones, contrarrestar el calentamiento de las ciudades y estimular la interacción social en los barrios. Y como se trataba de una agricultura orgánica, era más saludable para los trabajadores. El Ministerio de Salud Pública no quería pesticidas en las ciudades. Los ecologistas presionaban a favor del policultivo y el manejo biológico de las plagas y la fertilidad del suelo. Distintas organizaciones, ministerios e instituciones se preocupaban específicamente por uno u otro de estos objetivos, pero todos convergían en hacer de la agricultura urbana una opción obvia y, en cierto sentido, inevitable. Había también concepciones ideológicas que tornaban atractiva la agricultura urbana, en especial el objetivo marxista de restaurar el metabolismo entre la ciudad y el campo, y el compromiso de que el desarrollo urbano no estuviera determinado por los mercados inmobiliarios.

Adoptar un punto de vista holístico sobre la agricultura era obvio. Pero lo obvio no siempre se impone. Muchos de los errores cometidos por el gobierno cubano fueron respuestas a urgencias que no tuvieron en cuenta las consecuencias más amplias y a más largo plazo de una decisión.

O considérese la respuesta del sistema educativo a la contracción económica. En los Estados Unidos, las juntas escolares locales enfrentadas a una insuficiencia de recursos optaron por eliminar lo que consideraban lujos innecesarios. Se produjo un movimiento de concentración en las habilidades básicas de la lectura, la escritura y la aritmética a expensas de los estudios sociales, la literatura, las artes y la educación física. Se redujeron los suministros y aumentó el número de alumnos por aula. A los estudiantes universitarios se les comenzaron a cobrar matrículas y cuotas cada vez mayores. Se apoyaron los programas académicos de ciencias y matemáticas y se eliminó la mayoría de los dedicados a las artes. Todo ello tenía sentido en el marco del capitalismo, donde la educación tiene como meta fundamental entrenar a trabajadores competentes y dóciles y sólo a una reducida minoría de dirigentes e innovadores, y donde el estudiante es un cliente que hace una inversión para obtener un empleo mejor remunerado.

Enfrentada a las dificultades económicas del Período Especial, Cuba optó por una expansión de la educación. El número de alumnos por aula se redujo a veinte (con dos maestros) en la escuela primaria, quince en la secundaria y diez en el preuniversitario. La educación artística se amplió, se crearon escuelas para instructores de arte y se organizaron programas especiales para los estudiantes con discapacidades. La educación superior se expandió mediante el establecimiento de sedes universitarias en todos los municipios. El pago de un salario por estudiar se convirtió en una opción para los trabajadores azucareros desplazados por el cierre de algunos de los centrales.

Tanto la decisión capitalista como la socialista tienen sentido en sus sociedades respectivas. Para los cubanos, la educación es algo más que el mero entrenamiento de una fuerza laboral calificada. Su objetivo –que tiene como guía el mandato martiano de “Ser cultos para ser libres”- es formar ciudadanos. La expansión de la educación era una forma de construir para el futuro, a la vez que una manera de darles empleo a los maestros.

La “lógica” del socialismo hace énfasis en una producción encaminada a satisfacer las necesidades del pueblo y lograr una igualdad básica, una toma de decisiones colectiva y un nivel de vida ascendente. Parte del consumo es individual, y por lo general se adquiere con los ingresos personales. Otra parte es consumo social, y se recibe, por ejemplo, en forma de salud pública y educación. Y otra parte se adquiere de modo individual, pero está subsidiada por los recursos colectivos: ese es el caso de la alimentación básica, el transporte público, los bienes culturales y el acceso a los deportes y la recreación. Aparte del consumo, una parte del producto se reinvierte con fines de desarrollo. Es ahí donde se puede apreciar el impacto del bloqueo. Los costos para Cuba de cincuenta años de hostilidad suman un monto que es varias veces el del ingreso nacional, una fracción significativa de lo que el país necesita invertir para avanzar. Es esa mezcla de distribución gratuita, subsidiada y basada en la oferta y la demanda lo que torna ridículos los cálculos que se hacen de los salarios de los cubanos. Si la mayoría de los habitantes de la isla ganara el equivalente de su salario a la tasa de cambio actual, los tan llevados y traídos $20 mensuales, ya estarían todos muertos.

Consumo

Como todos los pueblos y la mayoría de los gobiernos proclaman como objetivo el incremento de los niveles de vida, una de las preguntas que surge es, ¿Qué bienes son necesarios para ese incremento del nivel de vida sin que constituyan una caída en el “consumismo”? Vale la pena examinar más de cerca el “consumo”. En los países pobres existe una real necesidad de incrementar el consumo de bienes básicos: alimentación, vivienda, salud pública, transporte público, etc. Bill McKibben calcula que hasta un ingreso per capita de unos $10 000 anuales, los aumentos del ingreso mejoran la vida de las personas y se reflejan en las encuestas de los niveles subjetivos de felicidad. Los individuos comen con regularidad, disponen de techo y ropa, y tienen acceso a la salud y a la educación. Ese es aproximadamente el nivel en el que el descenso de la mortalidad infantil deja de correlacionarse estrechamente con el ingreso. [2]

Aparte de ese tipo de consumo, está el que se deriva de relaciones sociales específicas. El automóvil, originalmente un lujo de los ricos, se tornó cada vez más necesario en los Estados Unidos debido a la ausencia de un transporte público barato, el desarrollo de los suburbios y los largos viajes diarios, la distancia entre los lugares de residencia y los lugares de trabajo. Los empleos de oficina exigen cierto tipo de vestuario. Los varones japoneses necesitan varios trajes de color oscuro, no para no sentir frío, sino para parecer respetables y conservar sus empleos. Los códigos de vestuario para las mujeres suelen ser todavía más exigentes.

Parece ser que los gustos y estilos de una clase o una sociedad dominantes adquieren un prestigio que trasciende con mucho su valor intrínseco. En el Medio Oriente de la época bíblica, Babilonia era el centro de la moda. Los israelitas deportados a Babilonia en el año 586 AC quedaron deslumbrados por el esplendor de esa antigua ciudad, tanto que setenta años más tarde, cuando Ciro el Grande les permitió regresar a su tierra natal, muchos decidieron quedarse en el lugar de su exilio. Más tarde, Herodes pasó su juventud en Roma, entre fiestas e intrigas. Y después trató de llevar las costumbres romanas a Jerusalén. Hoy en día, por supuesto, debido a la hegemonía estadounidense, McDonald’s y Coca-Cola han adquirido un valor simbólico que trasciende con mucho su valor nutritivo o las cualidades de su sabor. Para muchos cubanos, su Roma o su Babilonia es Miami.

Por último, en una sociedad que aísla a las personas unas de otras, el remedio para la desesperación es comprar. A quienes han vivido en la pobreza, acumular objetos en ocasiones les produce una sensación de seguridad. Y el imperativo capitalista de expandirse conduce a gigantescos esfuerzos de venta para promover esos sentimientos, al tiempo que se inventan nuevas maneras para que las personas se endeuden. Todas esas dimensiones alimentan el consumismo.

Pero, para el socialismo, el aumento de los niveles de vida no consiste en un consumo ilimitado de energía y materias primas, sino que se centra en el aumento de la calidad de la vida. De ahí que una gran proporción del producto nacional cubano se invierta en el consumo social, la salud, la educación, la cultura, los deportes y el medio ambiente, aunque, en el corto plazo, ello pueda disminuir el ritmo del crecimiento y prolongar escaseces que producen frustración. Alrededor de un 10% del Producto Interno Bruto se invierte en la formación de capital, lo que lleva a una tasa de crecimiento que oscila entre 8 y 12%. (Aun tras la devastación provocada por los tres huracanes del 2008, Cuba logró crecer alrededor de un 4%, pero en la actualidad, debido al impacto de la recesión mundial capitalista, el crecimiento se ha estancado). Mientras existen tantas escaseces y casi cualquier incremento de la producción mejora la calidad de la vida, podría parecer que criticar el consumismo es partir un pelo en dos, pero esa crítica es importante para la formación de los objetivos sociales e individuales.

Quizás el aspecto más complejo y contradictorio del proceso socialista es el que tiene lugar en la psiquis de los individuos. El entusiasmo del triunfo alienta una orientación voluntarista que asume que podemos hacer todo lo que nos propongamos, y lleva a afirmar con entusiasmo que el ”hombre nuevo” (sic), empeñado en el logro de las metas colectivas, es generosos, abierto, dedicado y valiente. Todo ello es real, pero incompleto. Los cínicos citan el descreído adagio de que “todo tiene que cambiar para que siga siendo como siempre”, que olvida los cambios reales y profundos que tienen lugar y subraya lo que no ha cambiado. Recuerdo cuando era un niño en la década de los treinta el inacabable debate sobre si es necesario cambiar la sociedad para que cambien las personas o cambiar a las personas para que cambie la sociedad. Es claro que la respuesta es un proceso de ida y vuelta en el que las nuevas condiciones hacen posibles nuevos comportamientos y los individuos transformados impulsan los cambios sociales que tienen como objetivo un mundo en el que tiene sentido ser bueno. Pero a lo largo de ese camino, los individuos son muy disímiles.

En tiempos difíciles, algunos retornan a hacer individualmente lo que el colectivo ya no puede lograr, mientras que otros asumen las dificultades como un reto que exige más cooperación y esfuerzos. Esas contradicciones distinguen a las personas unas de otras, pero también se dan al interior de los individuos. Parecería que el típico error de los marxistas consiste en exagerar los cambios en la psicología colectiva, de modo que nos sorprende la persistencia del racismo o el sexismo, el esnobismo clasista, el oportunismo y otras virtudes burguesas. Los comentaristas y periodistas hostiles aprovechan cualquier señal de ellos para burlarse y descartar cualquier posibilidad de transformación y toda esperanza de progreso. Lo que les resulta importante es lo que no ha cambiado o lo que incluso ha retrocedido. Pero lo que pone en evidencia las posibilidades y despierta el entusiasmo es lo nuevo, mientras que lo viejo nos advierte acerca de los obstáculos y las dificultades, y sobre todo lo que queda por hacer.

Una orientación filosófica marxista subraya la totalidad, la interconexión y el contexto histórico, lo que facilita entender cómo afecta una esfera de la vida a las demás. Esa perspectiva no determina el futuro, sino que proporciona las herramientas para pensar acerca de lo que sucede y decidir qué hacer. Es un contrapeso parcial a las inevitables urgencias que alientan la adopción de medidas cortoplacistas que socavan los objetivos a largo plazo.

Este concepto de “lógica” de una sociedad resuelve la contradicción entre el hecho de que lo que sucede depende de las decisiones de millones de individuos y la percepción de que hay “leyes” de la sociedad. No implica inevitabilidad, si no sólo contingencia: mientras más se aparta una sociedad de los imperativos de su “lógica”, más tendencias que amenazan socavar todo el proyecto se acumulan. Pero en un proyecto socialista siempre operan tendencias contrarrestantes.

La brecha

En todas las sociedades e instituciones hay una brecha entre los ideales proclamados y la práctica real. Los sacerdotes pecan, los policías cometen delitos, los generales budistas comandan guerras. En las sociedades, esa brecha es inevitable y necesaria. Su inexistencia, un funcionamiento exacto al que se pretende, sería evidencia de una terrible ausencia de imaginación y aspiraciones. Obviamente, no se trata de mantener la brecha empeorando las prácticas, sino elevando las aspiraciones.

En el capitalismo, la clase dominante debe proclamar ideales para el consumo público y convencer a los individuos de que esos ideales se cumplen, aunque sea de manera incompleta. Por tanto, la brecha se construye con fines de control social.

El concepto brezhneviano de “socialismo realmente existente” pretendía eliminar esa brecha al plantear: “Esto es todo, no hay nada más. Pedir más es idealismo. Así que cállense”. En el seno del cristianismo, una corriente reconoce esa brecha al considerar que los ideales emanan de Dios y la incapacidad de vivir de acuerdo con ellos se deriva de la imperfección humana o del pecado original. Incluso cuando la propia Iglesia o sus líderes no se muestran a la altura de esos ideales, se considera que ello evidencia la necesidad de la Iglesia.

Una anécdota personal: una mañana de domingo cuando, recién iniciada la adolescencia, le dije a mi padre que iba en busca de mi primera organización comunista, su respuesta fue: “Muy bien. Pero no esperes que una organización comunista sea idéntica a una sociedad comunista. Si lo fuera, no haría falta una revolución”.

Esa es una de las contradicciones inevitables que enfrentan los revolucionarios. La construcción del socialismo es mucho más complicada y a veces más dolorosa de lo que imaginábamos, y el proceso a menudo produce frustración además de ser fuente de inspiración. El asunto consiste en reconocer que los defectos del socialismo son, al mismo tiempo, inevitables e inaceptables, analizar sus causas y descubrir maneras de luchar contra ellos como parte del proceso revolucionario, en vez de emplearlos como excusa para abandonar la lucha. Una manera de circunscribir la contradicción es ver no sólo los “errores”, sino incluso los crímenes del socialismo, de una manera dual: no son el socialismo, sino distorsiones del socialismo. Pero son también distorsiones del socialismo. Se puede establecer una analogía con las enfermedades de las plantas: el tizón del maíz no es maíz, sino una enfermedad del maíz. Pero es una enfermedad del maíz, y no una calabaza.

Tomada de manera independiente, la primera afirmación podría conducir a descartar a la ligera un montón de cosas terribles ocurridas bajo las banderas del socialismo por ajenas al socialismo y, por tanto, no verdaderamente relevantes. ¿Pol Pot? ¿Beria? ¿Cayetano? Nunca fueron de los nuestros. Esa variante también lleva a la racionalización de lo inaceptable tildándolo de “necesario”. El conocido argumento de que “no se puede hacer una tortilla sin cascar huevos” se transforma en la falsa idea de que cascando huevos se hace una tortilla, y, por tanto, a la de que romper huevos es una señal de militancia. Salimos limpios del problema y no aprendemos nada. La “objetividad” y la “necesidad” se convierten en los disfraces del instrumentalismo más cínico. [3]

La segunda afirmación, tomada también por sí sola, puede conducir a apartarse, a la conclusión de que el socialismo es una quimera ingenua que inevitablemente desemboca en hechos horrorosos, así que es mejor cuidar de uno mismo. O al descubrimiento de que como el socialismo no tiene el aspecto que se esperaba, es normal sentirse traicionado y desilusionado, y se justifica sumarse al bando contrario. Muchos de quienes han renegado del socialismo han recorrido este camino. Ambas interpretaciones, tomadas por separado, conducen al cinismo.

(Continuará)

[2] Bill McKibben, Deep Economy (Nueva York: Times Books, 2007), 41.

[3] Este es un ejemplo de una pareja de afirmaciones que, tomadas por separado son falsas, pero que, si se toman en conjunta, son verdaderas. Otro ejemplo es el siguiente: “La salud está socialmente determinada… cada persona es responsable de su propia salud”.

Texto íntegro en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=106870



Imagen agregada: RCBáez_Estudiantes de Secundaria

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