REPORTE DESDE COLOMBIA
Apreciados
compañeros, amigos y oyentes de El Club de La Pluma. Desde Colombia los saluda
Mauricio Ibáñez, con nuestro acostumbrado abrazo por la unidad latinoamericana.
Nuestro
amado país, pequeñito y situado en una esquina del norte de América del Sur, no
es una gran potencia energética ni minera. Somos una nación que tiene petróleo,
carbón y otros minerales, pero no aparecemos en las estadísticas globales, como
Venezuela, Chile, Brasil o Perú. No somos un país de vocación minera ni
petrolera.
Nuestra
nación comenzó a ser reconocida, a principios del siglo 20, como un país de
inmensa vocación agrícola y cultural. Hubo un período de la historia en que
Bogotá era llamada “la Atenas Suramericana”, y las ciudades recibían la enorme
generosidad del trabajo de los campesinos que llenaban las plazas de mercado que
se convertían en lugares de encuentro, comercio, conversación y romance todos
los domingos, en un singular caleidoscopio de vestimentas llamativas que
llamábamos “los trajes de domingo”, frutas de todos los colores y sabores,
verduras maravillosas y productos procesados por manos campesinas que heredaban
sus habilidades de padres a hijos y nietos.
En este
ambiente casi paradisíaco se movían, entre tanto, las fuerzas oscuras de la aristocracia
nacional: un conjunto de familias de apellidos de origen europeo que se movían
en una especie de ambiente cerrado de hacendados dueños de grandes porciones de
tierra que iban arrebatando a los campesinos mediante engaños o violencia,
mientras otras con mayor preparación intelectual iban ocupando los espacios del
poder político con discursos populistas, pero con agendas ocultas de entrega de
nuestros recursos al mejor postor por jugosas comisiones o mejores posiciones
en las esferas del poder.
Así
sucedieron cosas delante de nuestros ojos, que apenas lográbamos entender:
perdimos Panamá ante una combinación entre la presión de los Estados Unidos y
la corrupción de gobernantes y presidentes que no solo no hicieron nada por
evitarlo, sino que contribuyeron a que el imperio del “big stick” se saliera
con la suya. Aprobamos la construcción de líneas férreas en un negocio en que
sólo podíamos adquirir trenes para líneas angostas, con un solo proveedor
posible, Mientras el resto del mundo trazaba las líneas amplias que aún se usan
y nuestro país se quedó rezagado ante la obsolescencia de las nuestras, todo
por una comisión que enriqueció a uno de esos apellidos aristocráticos que nos
gobernaban.
Hay
muchos más ejemplos de cómo la aristocracia nacional se fue quedando con las
tierras y el establecimiento político, apartando a todas las demás clases
sociales hasta convertirlas en una gran masa manipulable y sujeta a sus
intereses electorales. Un síndrome crónico de promesas que nunca se cumplían,
pueblos indígenas abandonados y olvidados, regiones enteras descuidadas y
sujetas al total abandono de un estado, y una nación reducida a un feudalismo
espantoso donde todos los privilegios se repartían entre una clase política
cerrada y casi monárquica, donde los puestos se distribuían entre familias y se
volvieron hereditarios, y los señores feudales se encargaban de mantener al
pueblo campesino empobrecido y bajo su control.
En ese
contexto, nuestro pequeño país fue perdiendo su vocación campesina y de
agrícolas fuimos pasando a agroindustriales. Nos olvidamos de las rutas de
acceso de los productos hacia los mercados, y las reemplazamos por carreteras
por donde movíamos la manufactura. Nos convertimos en un país comercial, no muy
importante, pero comercial en todo caso, un país que terminó siendo útil y
rentable para unos pocos, uno de esos países donde el Producto Interno Bruto no
era un indicador de desarrollo colectivo sino de injusticia social.
Nuestras
abuelas nos enseñaron que era normal tomar una niña de 7 a 10 años de alguna
familia campesina, llevársela a la ciudad y encerrarla en la casa para que
hiciera los oficios domésticos, totalmente despojada de sus derechos, para que
fuera creciendo hasta hacerse vieja sin saber qué pasaba afuera de la casa, e
incluso convirtiéndola en campo de entrenamiento para la avidez hormonal de los
adolescentes de la familia. Prácticas como estas eran parte de la tradición
familiar y aún hoy día hay personas que no entienden cómo esto era una
barbaridad, al punto que protestaron cuando se le empezó a garantizar sus
derechos a la servidumbre.
Un país
en manos de estos dos poderes no podía ser sostenible. A pesar de todas las
limitaciones que los gobiernos de turno han impuesto a la educación del pueblo,
siempre aparecen estudiantes inquietos y líderes estudiosos que mueven ala
población y despiertan en las bases el cansancio y la inconformidad con las que
nacen las revoluciones. Los intentos legítimos de alcanzar el poder por la vía
democrática chocaban con la guerra sucia de quienes ya estaban atornillados en
el gobierno, y si no se les podía desacreditar o sabotear en lo político,
simplemente se deshacían del personaje. Así murió Jorge Eliécer Gaitán, un
político que despertó en el pueblo la única esperanza de cambio, y que al ser
asesinado desencadenó una furia sin precedentes que terminó en la destrucción
del centro de Bogotá. La semilla de la respuesta popular ante los abusos de los
señores feudales y su aristocracia institucional dio origen a dos escenarios:
la conformación de movimientos políticos orientados a la lucha por las
libertades civiles, la justicia social y la ruptura de la hegemonía
conservadora, y la génesis de grupos de rebeldes que no creían en la solución
política y se fueron al monte con el propósito de alcanzar el poder a través de
una revolución armada. En la primera mitad de los años 50, Colombia vivió uno
de los episodios de violencia política mas terribles y vergonzosos de su
historia, y se convirtió en uno de nuestros mas tristes patrones culturales.
Somos un país que aprendió, a través del dolor y por cuenta de una clase
dirigente intransigente, que cualquier conflicto sólo podía resolverse con la
muerte del contrario. Somos territorio de violencia.
Las
décadas de los años 60 y 70 marcaron el recrudecimiento de nuestro conflicto
interno, ya que todo esfuerzo de búsqueda de la igualdad social por la vía
política fue reprimido mediante asesinatos y masacres de partidos enteros en
medio de un creciente cansancio y descontento de unas bases que terminaban
optando por una lucha armada sin objetivo ni calendario claro, también
insostenible en el tiempo.
Los 80s
y 90s marcaron el ingreso de un nuevo actor que encontró en el abandono estatal
del territorio y la corrupción de sus gobernantes, el espacio preciso para
instalar su negocio: el narcotráfico y las ramas del crimen organizado que
nacen de su tallo. El contrabando, la corrupción regional, la minería ilegal,
la trata de personas y demás. La clase dirigente cayó a sus pies sin recato
alguno y los grandes capos fueron bienvenidos y acogidos en los espacios
exclusivos de la aristocracia colombiana, a un punto tal que se convirtieron en
parte de la alta sociedad y la macroeconomía del país sintió los efectos de un
crecimiento económico que estaba sostenido en economía ilícitas que empresarios
y banqueros lavaban – y aún lo hacen – sin remordimiento alguno.
Cuando
terminó el Gobierno del Nobel de Paz Juan Manuel Santos y se iniciaba un camino
hacia la reintegración de los caminos de la búsqueda del cambio por la ruta de
la política y la democracia, llegó el gobierno de Iván Duque y en un acto de
regresión irresponsable, quiso reimponer la represión y devolver al país al
abandono cómplice de las regiones para ponerlas nuevamente al servicio del
crimen organizado, pero sus reformas causaron una movilización social sin
precedentes, y un estallido social que duró 55 días mostró que el cansancio y
el descontento social habían crecido lo suficiente para manifestarse en
democracia con un fuerte potencial electoral.
Esta
fue la nación que eligió al actual presidente Gustavo Petro con una votación
sin precedentes en la historia, un pueblo que, a pesar de una impresionante
guerra sucia que le ha declarado el establishment a través de los empresarios y
la prensa de su propiedad, los ataques y jugadas de los clanes políticos cuya
corrupción ha destapado y denunciado públicamente y una cadena de sucios
ataques a su persona, su familia y hasta su salud, cada vez que visita una
ciudad llena las plazas en un fenómeno inédito de apoyo popular nunca visto en
la historia de Colombia.
La
guerra sucia ha arreciado y la oposición de derecha está desesperada, y ese
desespero los hace torpes. Mientras tanto, el progresismo está creciendo como
la mayor fuerza electoral del país. Llegamos para quedarnos.
Hasta la próxima semana compañeros, un abrazo.
Desde Colombia -Biólogo
Especialista
En Estudios Socio-Ambientales
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