RADIO EL CLUB DE LA PLUMA

domingo, 24 de agosto de 2025

EL GRAN SAN MARTÍN - PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

 

EL GRAN SAN MARTÍN

 


 

Saludo a los oyentes de El Club de la Pluma.

Hace 175 años, un 17 de agosto, moría en Francia, José Francisco de San Martín. Que el Presidente haya aparecido ese día disfrazado de militar, acompañado sólo por figuras del ámbito castrense o que lo más significativo de la conmemoración haya sido un almuerzo con los Granaderos indica que el tiempo transcurrido no ha sido suficiente para revertir la etiqueta que Mitre estampó en la biografía de nuestro “padre de la Patria”. El militar y sus campañas prevalece, de una manera abrumadora, en libros de texto, en actos escolares y también en los oficiales organizados por gran parte del espectro político. Se habla mucho de ejércitos, de batallas, de heroísmo y renunciamientos, de frases sueltas que ni siquiera pertenecen al Libertador; de Cabral y las damas mendocinas, del fraile que convirtió campanas en cañones o de Meceditas que escuchó las “máximas” con infinita paciencia. Pero muy pocas veces la figura de este Gran Hombre aparece vinculada a la política, a la ideología, a las funciones del Estado o a la forma de organizarlo.

Si algo defendió San Martín con absoluta coherencia durante su vida fue la libertad contra toda fuerza opresiva. En este sentido, es heredero de la Revolución Francesa de 1789, del morenismo en el Río de la Plata, y también del movimiento que, en España, a partir de 1808, enfrentó la invasión extranjera de Napoleón. Llegado a Buenos Aires en marzo de 1812, su plan independentista se despliega dos años después, cuando la Restauración de un Fernando VII absolutista amenaza con imponer nuevamente el régimen colonial y aplastar todo intento de autonomía y libertad. Entonces, aquel que en 1812 afirmaba “La Revolución de España es de la misma naturaleza que la nuestra”, escribía ya con vehemencia a Godoy Cruz en 1816: “¿Hasta cuándo esperamos para declarar nuestra independencia?” En el Congreso de Tucumán, siendo republicano por convicción, defendió sin embargo la monarquía constitucional como única forma de gobierno capaz de contrarrestar las “mezquinas rivalidades entre provincias”, el “egoísmo de los pudientes” que no arriesgan produciendo, sino que se dedican a la intermediación en el puerto y a la usura y, fundamentalmente, la existencia de una burguesía sin conciencia histórica, incapaz de liderar una revolución como la inglesa o la francesa. Fue el gran político (del que poco se habla) el que percibió con agudeza que, detrás del republicanismo, se escondía la pretensión de Buenos Aires de usufructuar la revolución en beneficio de una minoría privilegiada, con su aduana, su puerto único, su dominio sobre los ríos y sus negocios con los ingleses. Mirada compartida por Belgrano, por Güemes, por Juana Azurduy y hasta por el mismo Alberdi, que años más tarde escribió: “Buenos Aires ha colonizado a las provincias en nombre de la libertad; las ha uncido a su yugo en nombre de la independencia”.

La historia que nos enseñaron da cuenta del paso de San Martín por el ejército del norte en 1813, luego de las derrotas sufridas por Belgrano en Vilcapugio y Ayohuma. Sabemos que mantuvo con el creador de la bandera una amistad sincera que lo ayudó a evitar el juicio que contra él se preparaba en Buenos Aires. También, que señaló a Martín Güemes como el hombre más calificado para la defensa de la frontera norte. Sin embargo, otros aspectos relevantes se soslayan. Aspectos que muestran los constantes conflictos que mantuvo con la antigua capital virreinal. En un informe al gobierno de enero de 1814 expresaba: “Es imposible pintar a VE el estado en que se halla el ejército a mi mando (…) No tienen con qué cubrir sus carnes y no salen de los cuarteles por no hacerse objeto de risa y desprecio en el público”. Entonces, no dudó en hacerse de la plata traída desde Potosí por las tropas de Belgrano. Y cuando el Director Posadas le ordenó enviar esos recursos a Buenos Aires, respondió que tal cosa era imposible ya que se habían gastado en medicinas, colchones y sábanas para esos hombres que, después de haberse sacrificado en una campaña desastrosa, dormían enfermos tirados en el suelo; en sueldos devengados a personas que no tienen cómo subsistir; en asistencia a viudas que han perdido a sus maridos; en gorras, zapatos, armas y municiones para vestir a las tropas porque “se resiste la decencia al ver un defensor de la patria con traje de pordiosero”.

Y esto fue San Martín: un político que supo defender sus prioridades a la hora de repartir los recursos del Estado.  Tampoco se habla mucho de los fusilamientos que ordenó, entre ellos, el del coronel español Antonio Landívar. A pesar del esfuerzo que Mitre puso en señalar como causa el ser un jefe del ejército enemigo, no es eso lo que surge de la correspondencia del Gran Capitán. Lejos de la lógica castrense, Landívar es fusilado por atentar contra la vida, por creerse autorizado a exterminar a los revolucionarios que reclaman los derechos que les han usurpado, por no dudar en “derramar a torrentes la sangre de los infelices americanos sin respetar el derecho de gentes”. También, porque la indulgencia y la moderación no deben ser aplicadas a estos criminales, que siempre las tomarán como muestra de debilidad.

En 1814 se hizo cargo de la gobernación de Cuyo, lugar estratégico desde donde podría cruzar los Andes, recuperar Chile y embarcar hacia el corazón del imperio español: el Virreinato del Perú. Llegó a una provincia quebrada y, tal como había hecho en Tucumán, afrontó los primeros gastos apropiándose de un impuesto extraordinario de guerra establecido por el gobierno porteño y del diezmo eclesiástico. Lejos de la imagen exclusivamente militar que nos transmite la Historia Oficial, San Martín fue un extraordinario político y un no menos extraordinario administrador. Habrá que esperar más de un siglo para que otro militar le reconozca estas virtudes. En Apuntes de Historia Militar, Juan Domingo Perón escribió: “El ejército de Los Andes fue creado de la nada. Fue necesario fabricarlo todo dentro de la falta absoluta de medios. Sin embargo, San Martín, con su talento múltiple, montó fábricas, formó depósitos, capacitó operarios y fabricó desde la canana y el mandil modesto hasta el propio afuste del cañón”. Entre 1814 y 1817 se crearon en Cuyo, laboratorios de salitre, fábricas de pólvora y talleres de paños; se dispuso la explotación intensiva del azufre y el bórax; se inició la metalurgia argentina con el mayor emprendimiento industrial del momento que, bajo las órdenes de Fray Luis Beltrán, contó con más de 700 operarios; se utilizó el modelo de los Huarpes para la construcción de importantes sistemas de riego; y se destinaron tierras públicas para el cultivo de trigo y alfalfa.

Ni las damas mendocinas (que ejemplifican para San Martín “la indolencia y mezquindad de las clases pudientes”) ni el gobierno de Buenos Aires (a quien importaba más su enfrentamiento con Artigas que el ejército de Los Andes) financiaron esta transformación. Los recursos se obtuvieron de una profunda reforma impositiva que tuvo carácter progresivo. Como primera medida, estableció una contribución directa sobre la base del valor de la tierra; los bienes de europeos y americanos prófugos fueron confiscados; obligó a los estancieros a entregar animales, lo que le permitió obtener 3000 caballos y 1600 mulas; y estableció multas para las familias que ocultaban la edad de sus hijos y esclavos para evitar que entrasen al ejército.

Lejos del modelo liberal, San Martín no dudó en intervenir en los conflictos entre patrones y obreros y en defender el salario de los trabajadores. Fue él quien dictó la primera ley protectora de los derechos del peón rural. Según Jaime Molins, “sus ordenanzas constituyen, en nuestro país, la primera gestión niveladora entre capital y trabajo”. También, lejos del liberalismo, pero en sintonía con su amigo Belgrano, fue industrialista y proteccionista. Reclamó sin éxito al gobierno de Buenos Aires la eliminación de los derechos de tránsito que encarecían la producción del interior, como también aumentos de los impuestos a la importación que permitan mejorar la calidad de la producción local, abastecer el mercado interno y asegurar la prosperidad de las economías regionales.

Su enfrentamiento ideológico a la política del puerto se agudizó en 1819. Encontrándose en Chile preparando la expedición a Perú, recibió una orden del Director Supremo Rondeau: debía poner su ejército al servicio de Buenos Aires en su lucha contra los caudillos federales. Todos recordamos (o deberíamos recordar) su respuesta: “El General San Martín jamás desenvainará su espada para combatir a sus paisanos”. El centralismo porteño y sus representantes jamás se lo perdonó. El odio que le profesaron fue intenso y persistente. Y luego de difamarlo planearon eliminarlo. Estando en Lima, su esposa cae gravemente enferma. Y fue el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, el que le advierte en una carta que no venga a Buenos Aires: los unitarios porteños planeaban asesinarlo. Muerta su esposa, su partida hacia Europa resultó una necesidad para proteger su vida y la de su hija. Su exilio (como el de tantos otros) fue el resultado de ese odio que, en la sociedad argentina, convierte al disidente en enemigo y, luego de estigmatizarlo, justifica su eliminación.

A un gobierno que destruye la industria y la ciencia, privilegia a los ricos y consagra la usura; que entrega el Estado a la rapacidad de unos pocos; que ataca y desfinancia la educación; que vandaliza las instituciones y oprime a la ciudadanía; que reprime, difama y persigue toda oposición; que roba con descaro; y que no es otra cosa que un conjunto de vándalos y brutos, no deberíamos permitirle la osadía de compararse con San Martín. Sí, en cambio, señalarles que producirían vergüenza y espanto en el Gran Capitán. 

Les mando un gran abrazo a los oyentes de El Club de la Pluma

 

PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

Profesora de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO

 

 

 

 

 

 

 

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