LA COIMERA NO ESTÁ SOLA
Desde Buenos Aires, saludo a los que escuchan El Club de la Pluma
En Argentina, por estos días, no se habla de otra cosa. Coimas y retornos
que, partiendo de la droguería Suizo- Argentina y escalando distintos niveles,
llegan hasta el vértice de la pirámide de poder: el presidente y su entorno. No
es la primera vez que un caso de corrupción se ventila por todos los medios. Lo
que tiene de particular este caso es que desnuda la verdadera trama de la corrupción.
No se trata sólo de funcionarios venales. Porque, detrás de un funcionario que
recibe coimas siempre hay un empresario que las entrega por algo, que obtiene
un beneficio. Pata necesaria que la Justicia se ha negado a investigar,
imponiendo una mirada sesgada donde sólo el Estado se sienta en el banquillo de
los acusados. José López está preso por los famosos bolsos. Pero, a casi 10
años de esos hechos, todavía no sabemos quiénes se los llenaron ni para qué.
Tenemos la oportunidad entonces de avanzar en el esclarecimiento de una
verdadera matriz de negocios que involucra tanto al Estado como a empresas y a
empresarios privados y que, lejos de constituir hechos aislados, forma parte
estructural de un modelo económico. 
La Historia nos muestra que fue la Dictadura de 1976 la que rompió el
comportamiento económico y social de la Argentina y transformó a la sociedad
más integrada de América Latina en otra marcada por un dualismo social extremo
que persiste hasta nuestros días. El modelo de valorización financiera impuesto
destruyó la producción y fomentó la especulación, con tasas de interés que
superaban la rentabilidad de cualquier otra actividad económica. Como consecuencia,
el ingreso se distribuyó regresivamente, aumentaron la exclusión, la
explotación y la desocupación. Sin embargo, el aporte más importante que la
Dictadura hizo a las clases dominantes fue haber abortado la lucha social por
el asesinato y el terrorismo.   
En 2001, Eduardo Basualdo escribió un maravilloso libro, “Sistema político
y modelo de acumulación”, donde se preguntaba cómo fue posible que un modelo
impuesto a sangre y fuego por una dictadura genocida se haya perpetuado y
consolidado en períodos democráticos; cómo se logra el control político y
social necesarios para imponer la valorización financiera cuando ese modelo no
hace sino profundizar la concentración de la riqueza y la exclusión social. Porque
queda claro que el terrorismo de Estado fue el instrumento utilizado por la
Dictadura cívico militar para infligir a los sectores populares la más grande
derrota del siglo XX y asegurar una cuantiosa transferencia de ingresos hacia
el capital concentrado. Lo que no queda tan claro es cómo, las mismas empresas,
grupos económicos y transnacionales beneficiados a partir de 1976 pudieron
mantener tales beneficios bajo gobiernos democráticos. 
Finalizada la Dictadura, las clases dominantes no construyeron consensos con
el resto de la sociedad, sino que sus objetivos se centraron en impedir su
organización e inhibir su capacidad de cuestionamiento. La estrategia consistió
en la cooptación, a través de recursos materiales, de dirigentes políticos y
sindicales, que se irán alejando paulatinamente de las necesidades de sus
bases. Y de esta cooptación (a la que Basualdo denomina “transformismo”) se
trata la corrupción, que no es otra cosa que el establecimiento de un campo de
negocios comunes entre los grandes empresarios y el sistema político a costa de
los intereses públicos. Si bien es cierto que siempre hubo corrupción, la que
se consolida a partir de 1983 reviste características particulares: no se trata
ya de casos aislados sino de un fenómeno estructural e intrínseco al nuevo
patrón de acumulación, al nuevo modelo de valorización financiera. Sin ella
resulta imposible la cohesión entre el sistema político y los grandes intereses
económicos, donde los gobiernos, cada vez más insensibles a las necesidades del
resto de la sociedad, sólo parecen gobernar para los que más tienen. En este
sentido, 1983 no sólo representa la recuperación de la democracia sino los
inicios del transformismo argentino. 
Durante el gobierno radical, fue la Junta Coordinadora Nacional la
encargada de estrechar relaciones entre el partido de gobierno y los
principales referentes y propietarios de los grandes grupos económicos,
conglomerados y empresas extranjeras. Mientras la sociedad enfrentaba las
consecuencias de una “economía de guerra”, los salarios caían y aumentaba la
pobreza, estos grupos empresarios no sólo mantuvieron las prebendas obtenidas
durante la dictadura, como la promoción industrial, las compras del Estado y la
estatización de sus deudas, sino que agregaron otras, como diversos incentivos
a las exportaciones y avales estatales para endeudarse en el exterior. Así se
aseguraron importantes transferencias de recursos provenientes del Estado.
Según una evaluación de Roque Fernández, las mismas ascendieron en ese período
a 6800 millones de dólares anuales, un equivalente al 9,7% del PBI. 
¿Cómo se explica que un gobierno democrático, electo para representar al
pueblo, haya despilfarrado tal cantidad de recursos en los sectores más ricos
mientras una sociedad hambreada sólo recibía una caja alimentaria? La respuesta
hay que buscarla en la forma promiscua que caracteriza, desde entonces, las
relaciones entre la política y el mundo empresario. El gobierno de Alfonsín
entregó sin licitación la construcción del gasoducto Loma de la Lata, entre
Neuquén y Buenos Aires, a un consorcio formado por Techint, Pérez Companc y
Macri. En 1993, el diario Página 12 publicó una serie de documentos que daban
cuenta no sólo de los sobreprecios facturados al Estado sino también de los
sobornos pagados. La nómina incluía funcionarios y políticos, tanto radicales
como peronistas, y empresas competidoras excluidas del negocio. En 1987 se
pagaron por los “favores recibidos” 11.527.000 dólares. 
El menemismo nos ofreció, en la década de los 90, un verdadero festival de
corrupción, visible ya a los ojos de la sociedad no sólo por sus escándalos
sino también por el nivel de vida y ostentación de aquellos que, claramente, se
desentendieron de la suerte de sus históricos representados y dejaron las
famosas 3 banderas en la puerta de la Casa Rosada. No faltó nada. Desde los
pollos podridos de Mazzorín hasta la leche que vendía la empresa del entonces
Secretario de Estado, Carlos Spadone, contaminada con residuos radiactivos. Asistimos
al remate del patrimonio del Estado en medio de denuncias de coimas y diputados
“truchos” que se sentaron en las bancas para dar cuórum y votar leyes. Tampoco
faltaron los sobresueldos que altos funcionarios cobraban (como Caro Figueroa,
Elías Jassan, Eduardo Bauzá y Jorge Rodríguez, entre otros) provenientes de
fondos públicos con otro destino y manejados con opacidad. Tampoco faltaron
servilletas donde un ministro (Carlos Corach) y el Secretario de inteligencia
del Estado (Hugo Anzorreguy) escribieron los nombres de Carlos Stornelli, del
siempre útil para la derecha y hoy fallecido Claudio Bonadío y de otros
destinados a ocupar cargos claves en el Poder Judicial sin concurso ni
antecedentes. El mismo criterio de amiguismo, confianza y complicidad se
utilizó para el nombramiento de jueces en la Corte Suprema de Justicia, pieza
clave que permitió, a fuerza de fallos, la concentración del poder en el
Ejecutivo y el gobierno de los Decretos de Necesidad y Urgencia. 
Por el lado empresario, baste decir que, en medio de un fuerte proceso de
desindustrialización, desempleo, caída del salario real y contracción del
mercado interno, el crecimiento del PBI durante ese período se explica por las
ganancias extraordinarias registradas por las firmas más importantes de la
elite vinculadas a las privatizaciones. Desconocemos cuánto pagaron para
apropiarse del patrimonio del Estado a precio de remate y asegurarse un mercado
cautivo, fijación de precios a su antojo y libertad para fugar ganancias al
exterior. Sin embargo, la causa abierta por la informatización del Banco Nación
permite estimar que la tasa de “retorno” razonable fue del 20% del monto de la
operación. Considerando que el Estado recibió por las privatizaciones 25.563
millones de dólares, fueron 5.112 los millones de dólares que se distribuyeron
entre funcionarios según su jerarquía. 
Es esta “matriz de corrupción” lo que tenemos hoy frente a nuestros ojos.
Lo que diferencia a Macri y a Milei de los inicios del transformismo es que el
capital concentrado defiende ahora sus intereses desde un partido propio. En
ambos gobiernos, el Estado es capturado con el nombramiento de cuadros
empresarios en cargos claves para sus intereses.  Según el Informe del Observatorio de la Elites
de 2024, 1/3 de los funcionarios de la Administración Pública Nacional ocupan
cargos de dirección en empresas privadas. 55 tienen 182 participaciones en 171
empresas que operan en 17 sectores de actividad. Guillermo Francos viene de la
Corporación América, de Eduardo Eurnekian; Luis Caputo es director de empresas
financieras y de consultoría; Techint colocó a Horacio Marín al frente de la
petrolera YPF; Mario Lugones, actual Ministro de Salud, fue hasta su asunción
presidente de la Fundación Sanatorio Güemes; y Florencia Misrahi, titular de
ARCA, desde el estudio Lisicki Litvin, representó a muchos acaudalados en sus
embates contra la antigua AFIP y en sus demandas contra el Estado por el Aporte
Solidario a las Grandes Fortunas. Sin abundar más, lo que queda claro es el
vínculo y la participación de estos funcionarios en empresas del sector que
deben regular. La gestión de los intereses públicos queda así en manos de personas
colocadas para defender recursos privados.  
Debemos exigir entonces que la Justicia indague, de una vez, la matriz de
corrupción con que las grandes empresas cooptan funcionarios, habilitan kioscos
de negocios y aseguran sus intereses. La droguería Suizo Argentina es sólo un
ejemplo. No olvidemos que, detrás de la “alta coimera” está la Banda de los
Pibes Chorros…
Les mando un abrazo a todos los oyentes de El Club de la Pluma.  
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES 
Profesora
de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO

 
 
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