EL
VALOR DE LA LEY PARA EL PUEBLO
Nos llevó mucha
discusión y el tiempo concomitante para sostener posiciones no siempre
coincidentes, pero aquí está al fin el resultado. En un mundo donde el orden
legal parece desvanecerse, la detención y proscripción de Cristina Fernández de
Kirchner obliga a pensar: ¿Cuál es el
valor de la ley para el campo popular y por qué es un eje de disputa o debe
planteárselo como tal?
En el plano internacional, el terrorismo de un Estado que ni siquiera declaró la
guerra es una práctica política en expansión y no tiene
límite alguno. La diplomacia es una actividad inconducente. ¿Los acuerdos internacionales sobreviven?
Donald Trump nos hizo saber que el NAFTA, vigente desde 1994, depende apenas de
su oscilante decisión, o la de sus amos. Haber nacido en los Estados Unidos
tampoco supone, Trump mediante, la ciudadanía automática. Y el derecho a la
protesta, en Los Ángeles, ni siquiera puede ser garantizado por el gobernador
del Estado: 700 marines tienen una interpretación más firme de la ley vigente.
Esta es la legalidad internacional vigente.
En este contexto mundial, Cristina Fernández de Kirchner resultó condenada por
los tres Supremos, dos de los cuales fueron nombrados por decreto de Mauricio
Macri y convalidados abrumadoramente, más tarde, por un
Senado donde el peronismo dispuso y todavía dispone de mayoría. Antes, los
senadores les consultaron si aceptaban ser nombrados de esa manera. Los
abogados Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti dijeron que de ninguna manera
pensaban aceptar ese inicuo nombramiento, que solo la decisión del Senado
contaba. De modo que por tanto apego al orden constitucional no quedaba otra
que nombrarlos. Y los nombraron.
Bastó
que luego Javier Milei nombrara a otros dos (Ariel Lijo y Manuel García
Mansilla) con el mismo método, para ver a la Corte repetir otra versión del
mismo numerito. Esta vez, fue la Corte la que le tomó juramento a
García Mansilla, pese al modo irregular del nombramiento y pese a que dos de
ellos mismos habían dicho alguna vez que nunca iban a aceptar para sí ese
mecanismo inconstitucional. Ahora el Senado rechazó, a su vez, lo que antes
había aceptado, y el Supremo García Mansilla, que también había proclamado que
no iba a aceptar el mecanismo inconstitucional, aceptó jurar hasta que tuvo que
renunciar.
¡EL CIRCO EN SU MÁXIMO ESPLENDOR!
Esto sucede mientras el salario real se derrite sobre la parrilla de la
inflación en dólares, los jubilados son apaleados con
cronométrica exactitud los miércoles a la tarde, los militantes sindicales que
no bajan las manos soportan apriete tras apriete y si tienen una comprensión
rebelde, se les arma una causa judicial para que entiendan la legislación
vigente.
Este es el estado del derecho practicado, y en este marco
Cristina Fernández resulto juzgada y condenada. Una observación elemental
permite constatar que las “pruebas” del expediente no existen, que es la
opinión de los jueces el único fundamento para la condena. Y en Argentina es
legal que la sospecha de un juez genere una investigación, pero esa
investigación no se realizó y se impidió que dieran testimonio los distintos
involucrados en la decisión de otorgar la obra pública a Lázaro Báez, como
propuso la defensa. El dictamen se debería haber basado, además de en la
opinión de los jueces, en pruebas que en verdad en el expediente son
inexistentes. Dicho de un tirón: hay que ser peligrosamente ingenuo para creer que se
está discutiendo sobre la inocencia o la culpabilidad de la ex presidenta,
punto sobre el que no vamos a definirnos, porque como no somos jueces ungidos
por decretos, y preferimos no basarnos exclusivamente en nuestras opiniones.
En realidad, la sentencia contra Cristina Fernández hace
saber a todos los integrantes de la casta una sola cosa: no hay ninguna garantía “legal”
para ellos, si no aceptan a rajatabla el programa del partido del Estado. Que
todo intento de “interpretarlo” sin permiso explícito del poder real equivale a
traición. Y como Roma no paga traidores, hasta la sal y el agua puede serles
negada. Ni que hablar si se trata de una mujer. En el terreno del programa del
partido del Estado, un partido de gobierno sólo puede improvisar a lo Milei: en
defensa del capital, contra los trabajadores.
Los intérpretes presuntamente radicalizados de la verdad
judicial en boga explican que el capitalismo presupone intrínsecamente la
corrupción: los dirigentes burgueses NO pueden no ser corruptos, la política
real así lo impone; por tanto, todo político resultaría jurídicamente condenable
en el capitalismo. O sea, todos son culpables y condenables a priori. Los intérpretes radicalizados olvidan un
pequeño detalle: burguesa
o no, la existencia de la ley escrita es una victoria popular. En
la polis griega, el augur expresaba la voluntad de los dioses, que no estaba
sometida a debate alguno. La ley escrita estabiliza hasta un cierto punto el
conflicto social, el enfrentamiento de las clases sociales admite una
regulación “pacífica”. Actuar como si estas conquistas no existieran no remite
al realismo, sino a la bancarrota política, a la incapacidad manifiesta para
torcer el rumbo de cualquier enfrentamiento.
Quienes
justifican la presunta corrupción de Cristina de este modo, abandonan la lucha
por la interpretación de la ley, que por cierto forma parte de la lucha de
clases. Y permiten que esa interpretación quede exclusivamente
a cargo del triunvirato judicial. Sin embargo, algunos de estos
"radicalizados" se presentan hoy, acá, ahora, a elecciones. ¿Y qué
son las elecciones, sino el instrumento con que el bloque de clases dominantes
determina cuál sector de la burguesía protege e instrumenta mejor sus
intereses, en detrimento del resto? Todos los aspirantes a formar parte de
algún estamento del partido de gobierno legitiman con su participación el orden
político existente. El PRESUNTO radicalismo interpretativo no es más que el
ropaje habitual del gorilismo clásico (NO CREEMOS EN LOS GORILAS, PERO QUE LOS
HAY, LOS HAY). En el caso del desprecio a la lucha por la interpretación de la
ley, se encubre una socialdemocracia vacía, una política electoral que, como
está siendo tendencia en Argentina, ya ni siquiera tiene gente dispuesta a
avalarla con votos.
Conviene entender que la legalidad burguesa supone una
interpretación posible de los hechos jurídicamente probados en una causa. El estado de derecho nunca es
mucho más que una tensa negociación entre el derecho del Estado a punir un
determinado comportamiento, y la capacidad popular de resistir esa punición. Un
liberal cree que las garantías jurídicas operan per se; como no somos
liberales, sabemos que esas garantías
son un terreno en disputa. La disputa por la legalidad vigente forma parte de la recomposición del
campo popular y solo el rearme político del campo popular permite la ampliación
de la legalidad vigente.
Ahora la discusión
podría resolverse mediante el uso de la fuerza política, fuera del hemiciclo
parlamentario. La
capacidad de impedir la ejecución de la sentencia, la posibilidad del campo
popular, el realmente castigado, por resistirla exitosamente, es la que decide. Perder
de vista las formas, abandonar la lucha por la interpretación de la ley, supone
un grado de derrota conceptual irremontable.
Esta es la discusión.
La defensa irrestricta en la calle de derechos conquistados
permite poner límite al avance antiobrero, antipopular y antinacional del
capital globalizado, defendido por sus esbirros locales. En esa cancha se juega
esta batalla de la lucha de clases. Dicho de otro modo: en la capacidad por determinar qué
es delito y qué decidimos de este lado de la cancha que sea legal se resuelve
la pulseada político-cultural del campo popular.
Desde Rosario- Militante Social
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