LA FARSA DEL LIBERALISMO ARGENTINO
Saludo a todos los oyentes de El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez
Olives y les hablo desde Buenos Aires.
Los argentinos transitamos un año electoral donde se enfrentan dos
propuestas, que representan modelos de Estado y valores diametralmente
opuestos. Y el que gane decidirá el futuro de todos. Habiendo tanto en juego y
siendo nuestras posibilidades futuras tan diferentes, nunca está de más
analizar en qué consisten las propuestas, cuáles son sus posibilidades y
limitaciones, qué ocultan en su formulación y cuál es el grado de coherencia
que mantienen con las teorías a las que dicen adherir.
Hoy quiero dedicarme a la coalición de Juntos por el Cambio y a sus émulos
libertarios, esa caricatura grotesca y devaluada creada por los medios, que
representa Javier Milei. Todos ellos se declaran liberales en materia económica
y esto nos remite, ineludiblemente, a Adam Smith y sus escritos.
El “Padre del Liberalismo Económico” nació en una aldea de Escocia en 1723.
Estudió en varias instituciones prestigiosas de la época y residió por un largo
tiempo en Paris. Como muchos intelectuales del SXVIII, es un producto directo
de la Ilustración. Y como todos los pensadores que adhirieron a este movimiento,
sus afirmaciones se sujetan a dos principios que rigen la vida de los
individuos y que evitan que los hombres se devoren unos a otros: la moral y la
justicia. Y este es un primer llamado de atención. Porque Smith no sólo
escribió La Riqueza de las Naciones”. También, la Teoría de los Sentimientos
Morales. Y es en este libro, ignorado en el SXIX y en gran parte del XX,
desplazado por el utilitarismo y el individualismo radical, donde sostiene que
el interés propio y la simpatía por el otro no pueden excluirse mutuamente y
deben guiar, de manera conjunta, toda conducta individual. Su concepto de
simpatía es mucho más complejo y profundo que el que se desprende del lenguaje
coloquial. Implica no sólo ponerse en el lugar del otro sino entender las circunstancias
que hacen que ese “otro” esté donde está. Es necesario entonces conocer y
combinar los sentimientos con el uso de la razón. Difícilmente este aspecto del
liberalismo, tan convenientemente olvidado, se vea reflejado en las
afirmaciones de un Javier Milei, que definía a los beneficiados por planes
sociales como “Planeros chupasangre”, “Parásitos inútiles que no sirven para
nada”, “vagos que consideran que tienen derecho a apropiarse del fruto de tu
trabajo”. O con los de una Patricia Bullrich, para quien la justicia por mano
propia se justifica, porque “Argentina es un país libre y acá, el que quiera
andar armado, que ande armado”.
En el discurso liberal, también ocupa un lugar destacado la riqueza que,
según esa ideología, se derrama. Sin embargo, la evolución de la economía
mundial, desde el siglo XIX hasta nuestros días, parece no ajustarse a esa
premisa. Por el contrario, la refuta. En 1820, el país más rico era Inglaterra,
y su PBI per cápita era 3,3 veces más alto que el de Pakistán, por entonces, el
más pobre. En 1992, la diferencia entre el más rico y el más pobre (EEUU y Etiopía)
se había ampliado a 71,86. Y para el 2022, el Banco Mundial indicaba que
Luxemburgo (capital financiera y de lavado de dinero) era el país más rico, y
lo era 530,3 veces más que Burundi, señalado como el más pobre. Parece entonces
prudente descartar de una vez esta hipótesis del derrame porque, con la
evidencia disponible y después de 250 años, no se pudo demostrar. ¿Se equivocó
entonces Adam Smith? Aunque el discurso liberal contemporáneo ni siquiera se lo
plantee, en Historia sabemos que no sólo deben considerarse las ideas
producidas, sino también el contexto de su producción. Nadie es ajeno a su
tiempo. La conclusión de Adam Smith sobre el derrame se desprende de sus
observaciones. Entonces, cabe la pregunta, ¿qué observaba Adam Smith en 1776,
cuando escribió La Riqueza de las Naciones? Observaba Inglaterra. Y la
Inglaterra de esa época era un país de pequeños talleres, donde cada trabajador
era dueño de la máquina con la que producía. Esos talleres se habían organizado
dividiendo las etapas del proceso productivo, lo que daba como consecuencia una
mayor producción y, con esto, más riqueza. Pero lo que hay que señalar es que
esa riqueza se dividía equitativamente entre los trabajadores, que volcaban sus
ganancias en el mercado comprando distintos productos. Esta demanda estimulaba
la aparición de nuevos talleres, donde el ciclo se repetía. Porque Smith nunca
vio una fábrica: según Hobsbawm, la primera apareció en Inglaterra en 1802,
pero Smith murió en 1790. Fue ajeno entonces a la apropiación de los medios de
producción por parte de los capitalistas y a la plusvalía que permitió la
concentración de la riqueza en sus manos. También es ajeno a su pensamiento la
formación de mercados concentrados, donde la libre competencia desaparece y
unos pocos actores económicos dominan la producción y fijan a su antojo los
precios. Esta situación implicaba, para Smith, una pérdida de libertad ya que
los compradores no tienen opciones y deben aceptar el precio que les imponen.
Para sorpresa de nuestros liberales, la solución de Smith a este problema es el
Estado. En La Riqueza de las Naciones, afirmó: “… el ejercicio de (la libertad
de producir) por un contado número de personas, que puede amenazar la seguridad
de la sociedad entera, puede y debe restringirse por la ley de cualquier
gobierno, desde el más libre hasta el más despótico”. De haber nacido en
Argentina en las postrimerías del SXX, Adam Smith sería, seguramente,
peronista. Porque aquello que escribió en el siglo XVIII resulta inaplicable en
un país donde el 78% de la leche que consumimos la produce La Serenísima; 3
empresas concentran el 91% del mercado de aceites; Molinos Río de la Plata
tiene el 81% de la producción de fideos; el 86% del azúcar está en manos de 3
empresas, entre ellas Ledesma; y dos empresas justifican el 82% de la
producción de harina. Seguramente diría: más Estado y menos mercado.
Otra bandera de nuestra derecha liberal es el libre comercio. Aducen que
Argentina no puede cerrarse al mundo y que debe estar abierta al comercio
global. Sin embargo, esta posición no se corresponde ni con la Historia ni con
el presente. Porque la relación liberalismo/desarrollo funcionó y funciona en
sentido inverso al que ellos sostienen: el liberalismo es consecuencia y no
causa del desarrollo. Inglaterra construyó su Revolución Industrial sobre la
base de medidas proteccionistas y restrictivas, como la prohibición de emigrar
a obreros calificados; de exportar planos, máquinas, y modelos; de importar
paños de lana y telas de algodón de India; y la prohibición de trasladar estos
productos en barcos de la flota inglesa. Todas estas medidas fueron tomadas en
el SXVIII y se mantuvieron durante gran parte del XIX. También la Alemania de
Bismark, en la segunda mitad del SXIX, protegió su producción cerrando sus
fronteras para impedir la entrada de maderas y cereales rusos.
El proteccionismo persiste en la actualidad en los países más
desarrollados. Alemania grava con el 45,8% las bicicletas provenientes de
China. Contrarresta así la invasión de productos que llegan desde ese país,
donde la industria se encuentra subvencionada, pero, además, salva 100 mil
puestos de trabajo, que desaparecerían en Europa si no existiesen los
aranceles. Suiza es otro ejemplo de proteccionismo. Importar carne en gran escala
tiene un arancel de 3000 euros por tonelada. Sin esta y otras protecciones, todos
los pequeños productores de economía familiar quebrarían.
La estrategia no es entonces la apertura indiscriminada sino la protección
de los sectores más vulnerables. Las medidas arancelarias permiten a esos
sectores sobrevivir, crecer y producir por encima de las necesidades del
mercado interno. Y, ¿a dónde se destina esa sobreproducción? A los mercados de
los países más pobres, a quienes sí exigen apertura comercial. Es que el libre
comercio no es otra cosa que una gran hipocresía. El convenio entre la Unión
Europea y los países africanos prohíbe a estos últimos poner aranceles a las
importaciones. Así se destruyó la economía de Camerún, basada en la producción
de cebollas, que hoy llegan, a muy bajo precio, desde la muy europea Holanda. También
sucumbió su industria de motocicletas, que no pudo resistir la competencia
China. Mientras tanto, comprar poco y vender mucho le ha permitido a Alemania
un superávit comercial, en 2018, de 250 mil millones de euros. Las pérdidas de
unos se convierten en ganancias para otros. Destruidas sus economías, África se
ha convertido en expulsora de población porque, sin medios para la
subsistencia, cruzar el Mediterráneo termina siendo, para miles de desterrados,
la única opción, aunque esto signifique poner en riesgo la vida.
Este modelo de comercio desigual ha permitido que el 10% de la población
mundial se apropie del 90% de la riqueza, mientras que el 50% de los más pobres
sólo recibe el 0,2%. Los grandes beneficiados son consorcios vinculados al
comercio y a la producción, como Monsanto, cuyas ganancias terminan en paraísos
fiscales. Sólo en Islas Caimán y Panamá tienen depósitos por 2,5 billones de euros.
El libre comercio sólo sirve, entonces, para que los ricos sean cada vez
más ricos y para que los países desarrollados extraigan recursos de aquellos
que no lo son; para que 4 vivos construyan su fortuna a costa de los demás. Y este
es el modelo de nuestra derecha liberal, modelo del que, ya en el SXIX,
desconfiaba el economista Friedrich List, que en una de sus obras decía: "(...) dejen hacer, dejen pasar), un lema tan grato a los
ladrones, falsificadores y rateros como al comerciante, y, por consiguiente,
muy sospechoso como máxima." Ladrones, falsificadores y rateros… Parece
que estuviera hablando de los que forman JXC…
Desde
Buenos Aires, les mando un gran abrazo a todos los oyentes de El Club de la
Pluma.
Profesora
de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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