RADIO EL CLUB DE LA PLUMA

domingo, 16 de julio de 2023

LA FARSA DEL LIBERALISMO ARGENTINO - LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

 

LA FARSA DEL LIBERALISMO ARGENTINO

 


Saludo a todos los oyentes de El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez Olives y les hablo desde Buenos Aires.

Los argentinos transitamos un año electoral donde se enfrentan dos propuestas, que representan modelos de Estado y valores diametralmente opuestos. Y el que gane decidirá el futuro de todos. Habiendo tanto en juego y siendo nuestras posibilidades futuras tan diferentes, nunca está de más analizar en qué consisten las propuestas, cuáles son sus posibilidades y limitaciones, qué ocultan en su formulación y cuál es el grado de coherencia que mantienen con las teorías a las que dicen adherir.

Hoy quiero dedicarme a la coalición de Juntos por el Cambio y a sus émulos libertarios, esa caricatura grotesca y devaluada creada por los medios, que representa Javier Milei. Todos ellos se declaran liberales en materia económica y esto nos remite, ineludiblemente, a Adam Smith y sus escritos.

El “Padre del Liberalismo Económico” nació en una aldea de Escocia en 1723. Estudió en varias instituciones prestigiosas de la época y residió por un largo tiempo en Paris. Como muchos intelectuales del SXVIII, es un producto directo de la Ilustración. Y como todos los pensadores que adhirieron a este movimiento, sus afirmaciones se sujetan a dos principios que rigen la vida de los individuos y que evitan que los hombres se devoren unos a otros: la moral y la justicia. Y este es un primer llamado de atención. Porque Smith no sólo escribió La Riqueza de las Naciones”. También, la Teoría de los Sentimientos Morales. Y es en este libro, ignorado en el SXIX y en gran parte del XX, desplazado por el utilitarismo y el individualismo radical, donde sostiene que el interés propio y la simpatía por el otro no pueden excluirse mutuamente y deben guiar, de manera conjunta, toda conducta individual. Su concepto de simpatía es mucho más complejo y profundo que el que se desprende del lenguaje coloquial. Implica no sólo ponerse en el lugar del otro sino entender las circunstancias que hacen que ese “otro” esté donde está. Es necesario entonces conocer y combinar los sentimientos con el uso de la razón. Difícilmente este aspecto del liberalismo, tan convenientemente olvidado, se vea reflejado en las afirmaciones de un Javier Milei, que definía a los beneficiados por planes sociales como “Planeros chupasangre”, “Parásitos inútiles que no sirven para nada”, “vagos que consideran que tienen derecho a apropiarse del fruto de tu trabajo”. O con los de una Patricia Bullrich, para quien la justicia por mano propia se justifica, porque “Argentina es un país libre y acá, el que quiera andar armado, que ande armado”.

En el discurso liberal, también ocupa un lugar destacado la riqueza que, según esa ideología, se derrama. Sin embargo, la evolución de la economía mundial, desde el siglo XIX hasta nuestros días, parece no ajustarse a esa premisa. Por el contrario, la refuta. En 1820, el país más rico era Inglaterra, y su PBI per cápita era 3,3 veces más alto que el de Pakistán, por entonces, el más pobre. En 1992, la diferencia entre el más rico y el más pobre (EEUU y Etiopía) se había ampliado a 71,86. Y para el 2022, el Banco Mundial indicaba que Luxemburgo (capital financiera y de lavado de dinero) era el país más rico, y lo era 530,3 veces más que Burundi, señalado como el más pobre. Parece entonces prudente descartar de una vez esta hipótesis del derrame porque, con la evidencia disponible y después de 250 años, no se pudo demostrar. ¿Se equivocó entonces Adam Smith? Aunque el discurso liberal contemporáneo ni siquiera se lo plantee, en Historia sabemos que no sólo deben considerarse las ideas producidas, sino también el contexto de su producción. Nadie es ajeno a su tiempo. La conclusión de Adam Smith sobre el derrame se desprende de sus observaciones. Entonces, cabe la pregunta, ¿qué observaba Adam Smith en 1776, cuando escribió La Riqueza de las Naciones? Observaba Inglaterra. Y la Inglaterra de esa época era un país de pequeños talleres, donde cada trabajador era dueño de la máquina con la que producía. Esos talleres se habían organizado dividiendo las etapas del proceso productivo, lo que daba como consecuencia una mayor producción y, con esto, más riqueza. Pero lo que hay que señalar es que esa riqueza se dividía equitativamente entre los trabajadores, que volcaban sus ganancias en el mercado comprando distintos productos. Esta demanda estimulaba la aparición de nuevos talleres, donde el ciclo se repetía. Porque Smith nunca vio una fábrica: según Hobsbawm, la primera apareció en Inglaterra en 1802, pero Smith murió en 1790. Fue ajeno entonces a la apropiación de los medios de producción por parte de los capitalistas y a la plusvalía que permitió la concentración de la riqueza en sus manos. También es ajeno a su pensamiento la formación de mercados concentrados, donde la libre competencia desaparece y unos pocos actores económicos dominan la producción y fijan a su antojo los precios. Esta situación implicaba, para Smith, una pérdida de libertad ya que los compradores no tienen opciones y deben aceptar el precio que les imponen. Para sorpresa de nuestros liberales, la solución de Smith a este problema es el Estado. En La Riqueza de las Naciones, afirmó: “… el ejercicio de (la libertad de producir) por un contado número de personas, que puede amenazar la seguridad de la sociedad entera, puede y debe restringirse por la ley de cualquier gobierno, desde el más libre hasta el más despótico”. De haber nacido en Argentina en las postrimerías del SXX, Adam Smith sería, seguramente, peronista. Porque aquello que escribió en el siglo XVIII resulta inaplicable en un país donde el 78% de la leche que consumimos la produce La Serenísima; 3 empresas concentran el 91% del mercado de aceites; Molinos Río de la Plata tiene el 81% de la producción de fideos; el 86% del azúcar está en manos de 3 empresas, entre ellas Ledesma; y dos empresas justifican el 82% de la producción de harina. Seguramente diría: más Estado y menos mercado.

Otra bandera de nuestra derecha liberal es el libre comercio. Aducen que Argentina no puede cerrarse al mundo y que debe estar abierta al comercio global. Sin embargo, esta posición no se corresponde ni con la Historia ni con el presente. Porque la relación liberalismo/desarrollo funcionó y funciona en sentido inverso al que ellos sostienen: el liberalismo es consecuencia y no causa del desarrollo. Inglaterra construyó su Revolución Industrial sobre la base de medidas proteccionistas y restrictivas, como la prohibición de emigrar a obreros calificados; de exportar planos, máquinas, y modelos; de importar paños de lana y telas de algodón de India; y la prohibición de trasladar estos productos en barcos de la flota inglesa. Todas estas medidas fueron tomadas en el SXVIII y se mantuvieron durante gran parte del XIX. También la Alemania de Bismark, en la segunda mitad del SXIX, protegió su producción cerrando sus fronteras para impedir la entrada de maderas y cereales rusos.

El proteccionismo persiste en la actualidad en los países más desarrollados. Alemania grava con el 45,8% las bicicletas provenientes de China. Contrarresta así la invasión de productos que llegan desde ese país, donde la industria se encuentra subvencionada, pero, además, salva 100 mil puestos de trabajo, que desaparecerían en Europa si no existiesen los aranceles. Suiza es otro ejemplo de proteccionismo. Importar carne en gran escala tiene un arancel de 3000 euros por tonelada. Sin esta y otras protecciones, todos los pequeños productores de economía familiar quebrarían.

La estrategia no es entonces la apertura indiscriminada sino la protección de los sectores más vulnerables. Las medidas arancelarias permiten a esos sectores sobrevivir, crecer y producir por encima de las necesidades del mercado interno. Y, ¿a dónde se destina esa sobreproducción? A los mercados de los países más pobres, a quienes sí exigen apertura comercial. Es que el libre comercio no es otra cosa que una gran hipocresía. El convenio entre la Unión Europea y los países africanos prohíbe a estos últimos poner aranceles a las importaciones. Así se destruyó la economía de Camerún, basada en la producción de cebollas, que hoy llegan, a muy bajo precio, desde la muy europea Holanda. También sucumbió su industria de motocicletas, que no pudo resistir la competencia China. Mientras tanto, comprar poco y vender mucho le ha permitido a Alemania un superávit comercial, en 2018, de 250 mil millones de euros. Las pérdidas de unos se convierten en ganancias para otros. Destruidas sus economías, África se ha convertido en expulsora de población porque, sin medios para la subsistencia, cruzar el Mediterráneo termina siendo, para miles de desterrados, la única opción, aunque esto signifique poner en riesgo la vida.  

Este modelo de comercio desigual ha permitido que el 10% de la población mundial se apropie del 90% de la riqueza, mientras que el 50% de los más pobres sólo recibe el 0,2%. Los grandes beneficiados son consorcios vinculados al comercio y a la producción, como Monsanto, cuyas ganancias terminan en paraísos fiscales. Sólo en Islas Caimán y Panamá tienen depósitos por 2,5 billones de euros.

El libre comercio sólo sirve, entonces, para que los ricos sean cada vez más ricos y para que los países desarrollados extraigan recursos de aquellos que no lo son; para que 4 vivos construyan su fortuna a costa de los demás. Y este es el modelo de nuestra derecha liberal, modelo del que, ya en el SXIX, desconfiaba el economista Friedrich List, que en una de sus obras decía: "(...) dejen hacer, dejen pasar), un lema tan grato a los ladrones, falsificadores y rateros como al comerciante, y, por consiguiente, muy sospechoso como máxima." Ladrones, falsificadores y rateros… Parece que estuviera hablando de los que forman JXC…

Desde Buenos Aires, les mando un gran abrazo a todos los oyentes de El Club de la Pluma.

 

 

LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

Profesora de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO

 

 

 

 

 

 

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