EL ODIO QUE MATA – BOMBARDEO A LA
PLAZA DE MAYO
Desde Buenos Aires, saludo a todos los oyentes del Club de la Pluma. Soy
Lidia Rodríguez Olives.
El 16 de junio de 1955, parecía un día normal en Buenos Aires. Sin embargo,
a las 12 y cuarto del mediodía, aviones de la Marina y de parte de la Fuerza Aérea
iniciaron un bombardeo sobre la Plaza de Mayo, que se extendió hasta bien
entrada la tarde. 14 toneladas de explosivos fueron arrojadas sobre una población civil indefensa. En
Guernica, los alemanes usaron 26 para destruir toda la ciudad…El bombardeo fue
acompañado por un incesante fuego de metralla. Estos asesinos querían matar a
Perón. Pero, sobre todo, buscaban amedrentar a sus bases para minar la
resistencia. Porque no se trataba de un gobierno deslegitimado o erosionado en
su representatividad: en noviembre de 1951, Perón llegó a la segunda presidencia
con el 62% de los votos. Y en las legislativas de 1954 obtuvo el 63,2%. El
terrorismo fue, entonces, el recurso de las minorías para tomar por la fuerza
aquello que les era negado en las urnas: el gobierno. 308 personas murieron ese
día en Plaza de Mayo y más de 1000 resultaron heridas. Perón renunciaba en
septiembre, en medio de otro bombardeo, esta vez sobre la ciudad de Mar del
Plata, y la amenaza de hacer lo mismo con la refinería petrolera de Dock Sud. La
violencia reaccionaria no tenía límites, como un preanuncio de lo que ocurriría
en 1976.
No voy a hablar en esta columna del antiperonismo. Sí quiero detenerme en
la violencia de la sociedad argentina, que se extiende desde el fusilamiento de
Dorrego, allá por 1828, hasta el intento de asesinar a Cristina Kirchner, en
septiembre del año pasado. En el medio, un largo camino recorrido en que la
violencia se ejerce, mayoritariamente, contra líderes populares, contra
colectivos que no se ajustan a los intereses de las minorías, contra sectores
identificados como “los otros”, opuestos al “nosotros” y a nuestro proyecto.
Gregory Stanton decía, en 1996, que el genocidio es la culminación de un
proceso, un punto de llegada, un camino que, en distintos tramos de su
recorrido, va habilitando paulatinamente la eliminación del otro, la justifica
y la naturaliza.
¿Qué tienen en común hechos tan separados en el tiempo, como el degüello del
caudillo popular Ángel Vicente Peñaloza, el fusilamiento de 1500 trabajadores
en la Patagonia, la muerte a balazos del Senador Enzo Bordabehere, en el mismo recinto del Congreso de la Nación,
las bombas que, en 1953, mataron a 8 inocentes en el subterráneo de Buenos Aires,
el fusilamiento de Valle y la masacre de Santos Lugares, el “Viva el cáncer”
pintado en las paredes de los barrios más acomodados de nuestra capital, el
bombardeo de Plaza de Mayo, los 30 mil desaparecidos, el asesinato de Santiago
Maldonado o “la bala que no salió”
contra Cristina Kirchner? Tienen en común que cada uno de ellos nos muestra
(aunque no queramos ver) una pulsión violenta que subyace en nuestra Historia,
que justifica la resolución de los conflictos con la eliminación del otro. Asesinar
se naturaliza. Stanton diría que Argentina recorre, entre la ignorancia y la
negación, el peligroso camino que conduce al genocidio.
Antes de matar al otro, el genocidio necesita dehumanizarlo. Esto se hace con
campañas de odio que lo muestran como animal, insecto, como una enfermedad o como
una plaga. Responsable de todos los males que padecemos, una amenaza
permanente. Y en esto, Sarmiento fue realmente un maestro. Su “civilización o
barbarie” ha sobrevivido al tiempo y ha mutado en diversas formas. Todas
excluyentes, todas violentas, todas justificaciones de la muerte. Puso un
parteaguas en la sociedad argentina que dejó de un lado a un reducido mundo
civilizado, blanco, ilustrado, progresista, portador de las mejores
tradiciones, de unos pocos, pero no por eso menos merecedores de dirigir los
destinos del país. Del otro, a las masas bárbaras, la
montonera que amenaza destruir todo orden social: asesinos, delincuentes,
saqueadores. En sus palabras, “aquellos que de humanos sólo tienen la sangre”. Tras
la muerte de Peñaloza, mientras su cabeza colgaba en Olta, el “padre del aula”
escribía a Mitre: “Inspirado por el sentimiento de los hombres pacíficos y
honrados, he aplaudido la medida por su forma. Sin cortarle la cabeza a aquel
pícaro y ponerla a la expectación, las chusmas no se abrían aquietado en seis
meses. ‘Murió en guerra de policía’. Así se ejecuta a un salteador”. También se
permitía darle un consejo en la lucha contra los caudillos federales: “No trate
de economizar sangre de gauchos. Úsela como abono para construir el país”. “Si
mata gente, cállese la boca. Son inútiles bípedos de tan perversa condición que
no sé qué obtenga de tratarlos mejor”.
Los
pueblos originarios también fueron y son un otro, diferente y negativo. Pese a
la gran diversidad de pueblos que habitaban el sur de nuestro territorio y a las
relaciones pacíficas y de intercambio que mantenían con poblaciones de frontera,
la guerra de exterminio de Roca se justificó sobre la difusión de un solo
arquetipo indígena: el “indio malonero”. El que destruye, saquea, roba ganado, mujeres
y niños, amenaza la civilización e impide el progreso. Matarlo es entonces una
necesidad, un acto civilizatorio. Pampas, ranqueles, mapuches y tehuelches
fueron masacrados. 3000 nativos, trasladados a Buenos Aires y separados por
sexo, para evitar que procreen. El mismo trato tuvieron guaycurúes, matacos y
tobas en la Campaña del Chaco; Qoms y Moqoites en la matanza de Napalpí, durante
la presidencia del “democrático” radical Marcelo T. de Alvear.
A los
argentinos nos gusta repetir que nuestro país está abierto “para todos los
hombres del mundo”, como dice el Preámbulo. Nos gusta, también, que Alberdi
haya dicho “gobernar es poblar”. Pero nos negamos a aceptar que el “mito de la
inmigración para todos y todas” se terminó no bien llegó el primero. Y el mismo
Alberdi se encargó de aclarar el punto: “Poblar no es civilizar sino embrutecer,
cuando se puebla con chinos, con indios de Asia o con negros de África. Poblar
es apestar, corromper, degenerar, envenenar un país, cuando en vez de poblarlo
con la flor trabajadora de Europa, se la puebla con la basura de la Europa
atrasada o menos culta”. La Ley de Residencia de 1902, la brutalidad de la
represión dirigida por el Jefe de Policía, Ramón Falcón, durante las Grandes
Huelgas de inicios del siglo XX, la Semana Roja de 1909 son ejemplos de la
violencia ejercida por una elite contra aquellos que, desde los sindicatos y
las organizaciones obreras, se atrevieron a cuestionar sus privilegios. Ya
dehumanizados, los eliminó: 58 trabajadores murieron como consecuencia de la
represión.
La
Historia Argentina está hecha negaciones y omisiones. Una de ellas es la del
Partido Radical como ejemplo de democracia. Sin embargo, el período que se
extiende entre 1916 y 1930 da cuenta de un doble ejercicio de violencia. La de
una élite desplazada del gobierno por los que consideraba “una banda de
beduinos”, un partido que “ha renovado los peores vicios anteriores y amenaza
destruir todo el legado de civilización y cultura”; que ha poblado la Casa
Rosada de una “fauna insólita” y de una “chusma en alpargatas”. El odio se
alimenta de la pérdida de privilegios. Desprecia la democracia afirmando que el
voto de una masa embrutecida no legitima a un gobierno. El camino al golpe que
en 1930 derrocará a Yrigoyen se construyó sobre este discurso. Pero ser el
receptor de esta violencia discursiva no exime a la UCR de la otra, la que
dirigió contra los de abajo, contra aquellos que no estaban incluidos en su
espacio. Los construyó como un “otro negativo” y presentó como subversivos,
parte de un movimiento internacional que quiere destruir la tradición; como una
amenaza a nuestra forma de vida; todos comunistas que van a plantar la bandera
roja en Plaza de Mayo. Merecen morir. Durante la Semana Trágica, en 1919, 700
personas murieron por la represión; hubo decenas de desaparecidos (entre ellos
niños), miles de heridos y muchos más detenidos. El gobierno, nunca informó
sobre los hechos ni publicó la lista de muertos. Unos años después, la
Patagonia sería testigo también de esta bestialidad radical. Sus trabajadores
en huelga fueron brutalmente reprimidos por el Ejército, bajo las órdenes del
mismísimo presidente Yrigoyen. El saldo, casi 1500 obreros asesinados. Algunos
historiadores consideran, no sin razón, que estos hechos son el primer ejemplo
de Terrorismo de Estado en Argentina.
La dualidad
amigo/enemigo, la violencia alimentada por el odio clasista y la construcción
del otro como animal amenazante y merecedor de la muerte alcanzará nueva
intensidad con el peronismo. Con él, las clases populares irrumpieron con
fuerza en la escena política, accediendo a una mejor distribución del ingreso y
a beneficios sociales: vacaciones, aguinaldo, protección contra el despido,
salud, educación, vivienda y recreación. Los sectores más acomodados de la
sociedad vieron entonces en el peronismo el quiebre del reconocimiento que creían
merecer en una sociedad jerarquizada, la desaparición del respeto que “los de
abajo” deben profesar siempre a “los de arriba”. Mientras tanto, los partidos
políticos veían imposible acceder al gobierno por el voto. Y las clases medias
cerraron filas para impedir que otros tuvieran el nivel de vida por ellos
alcanzado. La descalificación de ese universo, hasta entonces invisibilizado,
fue inmediata: cabecitas negras, aluvión zoológico, masa informe y alienada,
descamisados. El odio antiperonista también descalificó al gobierno de Perón y
lo hizo con los mismos argumentos utilizados contra Yrigoyen: el voto no da
derecho si proviene de una masa de ignorantes, incapaces de distinguir qué es
mejor para la República. Como Yrigoyen también, debía ser derrocado. Se hará con
el uso indiscriminado y sin límites de la violencia. Violencia aceptada y
justificada por parte de la sociedad. Sólo así se explica que un gobierno de
facto que bombardeó la Plaza de Mayo, vejó el cadáver de Eva Duarte, fusiló a civiles y
militares, persiguió y encarceló a opositores, proscribió a un partido
mayoritario, exilió al presidente depuesto, confiscó sus bienes, prohibió su
nombre, reprimió a sindicatos y trabajadores y derogó autoritariamente una
Constitución sancionada conforme a la ley, reciba el inmerecido nombre de
“Revolución Libertadora”.
El
capítulo más oscuro en este camino de violencia genocida es, sin duda, el golpe
cívico militar de 1976. 30 mil desaparecidos, secuestros, torturas, cárceles
clandestinas, apropiación de menores y de patrimonios son la huella que nos
dejó. El marco ideológico que justificó tales atrocidades no fue nuevo: la
construcción del enemigo al que hay que eliminar, la clausura de la legalidad
como marco imprescindible para la resolución de conflictos y la legitimación
del uso de la fuerza institucional.
Hoy,
lejos del “Pacto democrático” que creímos haber alcanzado en 1983 y a pesar del
Juicio a las Juntas, del esfuerzo de gobiernos populares por instalar en la
agenda política al Terrorismo de Estado, del trabajo incansable de Organismos
de Derechos Humanos, parece que el pasado se muestra impotente para prevenirnos
sobre el presente y, más peligroso aún, sobre el futuro. Los discursos de odio
circulan libremente por la sociedad, amplificados por medios de comunicación
que los justifican porque, nuevamente, el “otro se lo merece”. La estigmatización
ha calado hondo: los gobiernos populares son corruptos, ladrones, fomentan la
vagancia, se nutren de la demagogia, despilfarran entre sus seguidores lo que
es patrimonio de todos. Líderes políticos de derecha no se ruborizan cuando
dicen “hay que limpiar al país de kirchneristas”, cuando proponen “cárcel o
bala” o cuando afirman que la protesta social es un delito. Para ellos, la
dictadura del 76 no fue Terrorismo de Estado, había dos demonios y no
existieron 30 mil desaparecidos. Y esta es su formulación más peligrosa porque
expresa una visión del pasado que se proyecta como amenaza sobre el futuro. La
última etapa del genocidio es su negación. Y una sociedad que no asume su
Historia abre la puerta para que nuevas matanzas ocurran. En este año electoral
y frente a esta disyuntiva, no miremos para otro lado. Militemos con fuerza la
vida y hagamos un voto responsable. Porque genocida no es tan sólo el que mata.
Es también quien lo permite con su indiferencia y quien lo apoya con su
entusiasmo.
Desde
Buenos Aires, les mando un gran abrazo a todos los oyentes del Club de la
Pluma.
Profesora de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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