25 DE MAYO: UN EJERCICIO DE MEMORIA
Desde Buenos
Aires, saludo a los que escuchan El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez
Olives
A 214 años del
histórico 25 de mayo, vale la pena indagar sobre las motivaciones que los argentinos
llevamos a esos festejos. Porque queda claro que no todos recordamos lo mismo. En
el imaginario de nuestra sociedad existen varias revoluciones.
Por un lado, están
los portadores de lo mínimos. Saben que España había sido invadida; que su rey,
Fernando VII, estaba prisionero de Napoleón; oyeron hablar de Bayona y, sólo a
veces, la vinculan con José Bonaparte; el “juntismo” no les suena a nada y el
Consejo de Regencia, menos todavía. Si tenemos suerte, identificarán a Cisneros
como el último Virrey del Río de la Plata. Y, en un verdadero “per saltum”
intelectual, llegarán a la formación de la Primera Junta, aunque sin saber muy
bien cómo ni por qué. Para ellos, la Revolución es eso. Y pasando por espacios
comunes que mezclan el mito con la Historia, hablarán del “primer gobierno
patrio”, del pueblo en las calles queriendo saber, de French y Beruti
repartiendo cintas celestes y blancas, de la lluvia y los paraguas, de los
vendedores ambulantes y el triunfo sobre la dominación extranjera. Dibujarán el
Cabildo, pero rara vez lo reconocerán como única institución criolla, y aunque
puedan recitar la nómina de integrantes de la Junta, no existen para ellos
diferencias entre Moreno y Saavedra, Azcuénaga y Belgrano o Matheu y Castelli. En
sus cabezas, han hecho de 1810 un verdadero Cambalache.
El relato más
potente y que ha mostrado mayor persistencia en el tiempo, es el de la
Revolución vista como una gesta patriótica en la que triunfaron la libertad y
la igualdad. Gesta que fue el primer paso para la construcción de un modelo de
país que nos llevó, un siglo después, a ser una “potencia mundial”. El “faro de
Occidente”, afirmó hace un tiempo Milei. Es el relato de los liberales devenidos
en libertarios. El de la SRA, el de la agroindustria y grandes exportadores de
alimentos, el de todos los sectores vinculados a un modelo de perfil
extractivista y dependiente. Los que, hoy como en 1810, ocultan el coloniaje de
una nueva dependencia con palabras resonantes: abrirse al mercado, atraer
inversiones, explotar ventajas comparativas. En 1810, defendieron el libre
comercio y los intereses de unos pocos con la misma vehemencia con que hoy
defienden el Régimen de Incentivos a las Grandes Inversiones que propone el
gobierno y que nos conducirá, como lo hizo hace más de 200 años, a una
Argentina dependiente, sin industria ni bases para un desarrollo sostenible,
violenta y excluyente, económicamente unitaria, políticamente centralista y con
una pobreza vergonzosa que contrasta con la opulencia de sus clases dominantes.
Porque en esa Argentina que se gestó en 1810, que maduró en 1900 y que tanto
admira Milei, la pobreza ascendía al 75%, según el informe Bialet Masse de
1904.
La derrota de
Moreno frente a Saavedra no fue un mero desplazamiento como fruto de una
interna. Significó el triunfo de un modelo de nación sobre otro muy distinto. Los
sectores ganaderos y comerciantes lograron, a partir de entonces, diseñar un
país para su entero beneficio, condenando a la ruina al resto del territorio. El
libre comercio y la tiranía del puerto de Buenos Aires arruinaron las economías
regionales que, hasta entonces, habían sido los sectores más dinámicos del
imperio español. Comenzaron a gestarse las condiciones para una “nueva
dependencia”, no ya con metrópolis decadentes sino con la más pujante
Inglaterra. Los que a lo largo de nuestra Historia condenaron al país a un
retraso permanente imponiendo sus intereses por encima de los de la Nación; los
que condicionaron y derrocaron gobiernos con golpes de Estado y de mercado; los
que construyeron su fortuna sobre la miseria de las mayorías son los más
fervientes defensores de este relato. En él, sus privilegios se sostienen
apelando a un linaje patricio que se remonta a los orígenes mismos de la
patria. Pero somos muchos los que sabemos que, ya en 1810, eran todos
contrabandistas que, al calor de las luchas revolucionarias, se apropiaron del
más decoroso título con el que luego Mitre los ingresará en la Historia: “patriotas”.
Cambio de signo equiparable al ocurrido en abril en el foro del Llao Llao,
Bariloche, donde, con la impunidad de siempre, los herederos de aquellos
contrabandistas, que hoy practican por estas tierras el eterno deporte de la
evasión fiscal, dejaron de ser delincuentes para convertirse en héroes con la
bendición presidencial.
Y, finalmente,
está el discurso histórico centrado en aquellos que fueron portadores, en 1810,
de las ideas más progresistas; que pensaron un modelo de país con desarrollo e
inclusión; que apostaron tempranamente no sólo por la independencia política
sino también por la económica; que colocaron la voluntad general en la base del
orden institucional. Los que fueron derrotados por la Revolución para luego ser
ignorados y degradados por la Historia Oficial. Para este discurso, Belgrano,
Moreno y Castelli son la mejor expresión de 1810.
Para la Historia
descafeinada que tanto nos gusta a los argentinos, Mariano Moreno, que ocupó el
cargo de Secretario de la Primera Junta, siempre será el que se enfrentó a
Saavedra, su presidente. Sin ahondar demasiado en la naturaleza del conflicto,
no le faltará a su biografía el toque romántico y melancólico con que la
Historia Oficial salpica la vida de muchos de nuestros próceres. Murió en alta
mar y mucha tinta se ha gastado en novelar este hecho al mejor estilo Agatha
Christie: ¿fue por causa natural o acaso lo asesinaron? Así, su intensa y prolífica
vida revolucionaria será una cuestión secundaria. Su enfrentamiento con Saavedra
giró en torno a la forma de concebir el nuevo ordenamiento institucional.
Fuertemente formado en las ideas de la Revolución Francesa, Moreno sostuvo
siempre los principios de división de poderes y publicidad de los actos de gobierno,
y rechazó que recayera sobre los funcionarios cualquier tipo de privilegios.
Por eso fundó, en junio de 1810, La Gaceta de Buenos Aires, instrumento a
través del cual las autoridades daban cuenta de sus acciones. Por eso firmó, en
diciembre del mismo año, el Reglamento de Supresión de Honores, que prohibía
halagos y ceremonias especiales para los miembros del gobierno, afirmando que
ningún ciudadano, “ni ebrio ni dormido”, podía quebrantar el sagrado principio
de la igualdad. Y por eso se opuso a la formación de la Junta Grande con los
diputados del interior: el Ejecutivo y el Legislativo debían estar separados. Su
derrota significó la temprana consagración de principios autoritarios en la
gestión de gobierno, herencia de la cual no terminamos de desprendernos.
En una fuente de
la época podemos leer: “Los indios son y deben ser reputados con igual opción
que los demás habitantes nacionales a todos los cargos, empleos, honores y
distinciones por la igualdad de derechos de ciudadanos (…) Ordeno que, siendo
los indios iguales a todas las demás clases en presencia de la ley, deberán los
gobernadores intendentes dedicarse con preferencia a informar de las medidas
inmediatas que puedan adoptarse para reformar los abusos introducidos en
perjuicio de los indios (…) En el preciso término de 3 meses contados desde la
fecha deberán estar ya derogados todos los abusos perjudiciales a los naturales
y fundados todos los establecimientos necesarios para su educación, sin que a
pretexto alguno se dilate o impida el cumplimiento de estas disposiciones”. Es
la Proclama de Tiahuanaco, firmada el 25 de mayo de 1811 en el Alto Perú por
Juan José Castelli. Vocal de la Primera Junta, brillante orador y defensor de
la definitiva independencia de España, Castelli fue también el más claro
portador de las ideas de igualdad. Pero la Revolución porteña, blanca,
oligárquica y autoritaria que triunfaba en Buenos Aires jamás le perdonó semejante
osadía. Fue encarcelado, juzgado y condenado. Y con su muerte, también se
enterraron sus ideas, abriendo al porvenir las puertas del racismo y la
violencia.
El 20 de junio es,
en Argentina, el día de la Bandera. La fecha recuerda la muerte de Manuel
Belgrano, su creador. Ardua tarea la de desvincular su figura, de brillante
intelectual y primer economista en el Río de la Plata, del simple acto al que
siempre viene unida. Nunca serán bastantes los esfuerzos que dediquemos a
recordar que Belgrano, vocal de la Primera Junta, produjo una serie de escritos
económicos desde el Consulado de Comercio de Buenos Aires. Cierto es que el 2
de junio, día de su nombramiento en el cargo, ocurrido en 1794, es también el
día del economista. Pero no es menos cierto que eso no le importa a nadie. En
sus escritos podemos ver el país con que su incansable mente soñó. Soñó un país
industrial y así lo expresó: “todas las naciones cultas se
esmeran en que sus materias primas no salgan de sus estados a manufacturarse, y
todo su empeño es conseguir, no sólo el darles nueva forma, sino en atraer las
del Extranjero, para ejecutar lo mismo y después vendérselas”. También, con un
país de pequeños y medianos propietarios: “no ha habido quien piense en la
felicidad del género humano que no haya traído a consideración la importancia
de que todo hombre sea un propietario para que se valga a sí mismo y a la
sociedad. Por eso se ha declamado tan altamente a fin de que las propiedades no
recaigan en pocas manos”. Para la Argentina agroexportadora, terrateniente y
oligárquica, el creador de la bandera era inofensivo; el economista, letal.
Carbonell decía que para un pueblo
recordar es existir; perder la memoria, desaparecer. Y si en este ejercicio
permanente sobre nuestro pasado, que desafía el discurso dominante, encontramos
que otra Argentina fue, es y será posible, más allá de la suerte corrida en
1810, Belgrano, Castelli y Moreno habrán triunfado para siempre.
Desde Buenos Aires, les mando un gran abrazo a los oyentes de El Club de la Pluma
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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