AL FILO
DE UNA DICTADURA:
DEMOLIENDO EL ESTADO DE DERECHO
Desde Buenos
Aires, les mando un fuerte abrazo a los que escuchan El Club de la Pluma. Soy
Lidia Rodríguez Olives
Decíamos en la
columna anterior que Argentina es una sociedad autoritaria, que ha ido
demoliendo con cada golpe de Estado las bases jurídicas e institucionales que
sostienen un orden democrático. Pero el fin de las dictaduras no significará la
clausura del autoritarismo mientras gobiernos electos intenten remediar las
dificultades económicas centralizando el poder político y clausurando los
canales de participación. Todos los programas neoliberales fueron aplicados
bajo una fuerte concentración del poder, ya que difícilmente hubiesen contado
con el apoyo de la sociedad civil.
Estos “Nuevos
Autoritarismos” se iniciaron con el gobierno de Carlos Menem, entre 1989 y
1999, pero perduraron con la Alianza, el macrismo y, actualmente, con el
gobierno de Milei. Milei admira el menemismo y reproduce en el gobierno sus más
destructivas características. En los 10 años al frente del Ejecutivo, Menem
gobernó por decreto y los programas de ajuste fueron definidos por un grupo de
tecnócratas. Su legado se ha instalado en nuestro orden constitucional y jurídico
lesionando severamente la democracia y las instituciones, colocando en su lugar
un régimen marcadamente autoritario. El presidente no es ya uno de los poderes
del Estado, sino que se erige como encarnación de la Nación y custodio de sus
intereses, intereses que sólo él define contra la oposición expresa de la
sociedad. Así, la legitimidad electoral sirve como excusa para usurpar de
manera creciente la totalidad del poder político.
En 1996 y
analizando el menemismo, Ferreira Rubio y Matteo Goretti publicaban en
Desarrollo Económico un artículo titulado “Cuando el presidente gobierna solo”.
Porque durante todo el período, Menem gobernó a través de Decretos de Necesidad
y Urgencia, que se convirtieron en moneda corriente. Sin embargo, y hasta la
reforma de 1994, estos instrumentos estaban expresamente prohibidos por la Constitución
Nacional, como también lo estaban las delegaciones legislativas. El art. 29 los
declaraba de “nulidad insanable”.
Pese a esta
prohibición expresa, Menem firmó, entre 1989 y 1994, 336 DNU, a través de los
cuales creó impuestos (facultad exclusiva del Congreso con iniciativa en la
Cámara de Diputados), derogó leyes, reguló salarios, modificó derechos civiles
y políticos, intervino organismos del Estado, concentró el manejo de la deuda
externa, privatizó empresas públicas, alteró relaciones contractuales entre
privados y desreguló la economía. Por el lugar que ocupa en la memoria
colectiva y por su claro contenido inconstitucional, tal vez sea el decreto 36/90
(conocido como Plan Bonex) el que más merezca un espacio en esta columna. Los
depósitos bancarios fueron confiscados y sus titulares recibieron, a cambio,
bonos de la deuda externa canjeables a 10 años. Con él se violaron las
relaciones jurídicas entre particulares, se afectó el derecho de propiedad y se
instituyó un empréstito forzoso que perjudicó a gran parte de la población.
Pero la
concentración del poder no depende sólo de la voluntad de un actor. Se necesita
que otros dejen hacer, que lo permitan, tanto por coincidencia como por
incapacidad para impedir. Entonces, en la construcción de estos autoritarismos
que se esconden bajo una fachada democrática, no sólo hay que analizar el
comportamiento del Poder Ejecutivo, sino que resulta necesario someter al
escrutinio tanto al Poder Judicial como al Congreso de la Nación; a los
partidos políticos, a los gobernadores y a la sociedad en su conjunto. Porque
cuando un gobernante se transforma en tirano, son muchos los responsables.
Jaqueado por la hiperinflación
y al borde del abismo, Alfonsín había adelantado las elecciones generales y, al
perderlas, optó por dejar el gobierno 6 meses antes. Pero el candidato electo tenía
sus condiciones. Sólo aceptaría hacerse cargo del gobierno si el Congreso aprobaba
2 leyes que consideraba imprescindibles para el desarrollo de su programa: la
de Emergencia Económica y la de Reforma del Estado. Radicales y peronistas acordaron
entonces aprobarlas, a pesar de que implicaban delegaciones legislativas prohibidas
en la Constitución. Así recibió Menem la capacidad para privatizar empresas del
Estado, suprimir o suspender derechos laborales, contraer deuda y renegociar la
existente, fijar impuestos y eliminar barreras arancelarias. En uso de estas
atribuciones delegadas, tanto la telefónica ENTEL como Aerolíneas Argentinas
fueron vendidas por decreto. Pero también se abrogó el presidente la potestad
de establecer quién o quiénes estarían exceptuados de las normas por él mismo
dictadas. El decreto 581/90 permitió a la empresa Thomson Argentina recuperar
el dinero de sus cuentas. Otro decreto, en medio de una apertura económica
indiscriminada, exceptuó a las automotrices, protegiéndolas con un arancel del
35% que benefició SEVEL, empresa de la familia Macri.
También los
gobernadores aportaron lo suyo al acrecentamiento del poder del presidente. En
mayo de 1990 firmaron el Primer Pacto Fiscal. A través de este acuerdo, el
gobierno nacional aumentaba las transferencias y cedía parte de la recaudación
a favor de las provincias. A cambio, recibía un apoyo incondicional en el
Congreso, apoyo imprescindible a la hora de concretar el objetivo personal más
ambicioso de Carlos Menem: la reforma constitucional que lo habilitaría para un
nuevo mandato.
Neutralizado el Congreso
y controlados los gobernadores, sólo el Poder Judicial había quedado fuera de
la órbita del Ejecutivo. No se trataba de una cuestión menor. La confiscación
de los ahorros de miles de argentinos derivada del Plan Bonex, hacía prever una
lluvia de juicios contra el Estado. La abierta inconstitucionalidad del decreto
tornaba imprescindible el control de la Corte Suprema, garante última de la
validez de las normas. Fracasadas las presiones para lograr la renuncia de
algunos de sus miembros, Menem envía al Congreso un proyecto de ley para
ampliar su composición de 5 a 9 miembros. La Corte reaccionó con una Acordada
en la que denunciaba que “es de la esencia de los gobiernos autoritarios
librarse de las trabas de la Constitución y de la Ley”. Pese a las denuncias
sobre irregularidades en el trámite parlamentario, el proyecto fue aprobado en
abril de 1990. Como consecuencia, 2 integrantes de la Corte renunciaron y el
presidente pudo nombrar, entre abril y septiembre, 6 cortesanos afines. Hacer
la Corte, tituló Verbitsky. No conforme con eso, reemplazó al Procurador
General por decreto, hecho que ocurría por primera vez en la historia
constitucional argentina.
El reemplazo de la
Corte resultó como Menem esperaba. Cuando el Caso Peralta, primer juicio por el
Plan Bonex, llegó a esa instancia, el decreto fue validado. En su fallo, la
Corte sostuvo que “no necesariamente el dictado por parte del Ejecutivo de
normas como el decreto 36/90 determina su invalidez constitucional por la sola
razón de su origen”. La división de poderes se convirtió en una simple
enunciación, desdibujando para siempre los límites que la Constitución
establece en el ejercicio del poder. Poco después del fallo por el Caso
Peralta, las facultades de la Corte fueron cercenadas por el DNU 2071/91, que
suspendía la autarquía judicial para regular sus salarios. Demostrando una vez
más que no fallan conforme a derecho sino a intereses, la Corte se apresuró a
declararlo inconstitucional, ya que “interfiere en lo resuelto por otras
Acordadas de este Tribunal… situación que torna ineludible un pronunciamiento
en salvaguarda del sistema de división de poderes consagrado por la Constitución
Nacional”.
En 1994 y violando
nuevamente las normas establecidas, nuestra Constitución fue reformada. Se hizo
a través del Pacto de Olivos, acuerdo entre los líderes de las 2 fuerzas
políticas mayoritarias: radicales y peronistas. El nuevo texto fue redactado
por ellos y la Convención Constituyente, impedida de analizarlo o modificarlo.
Y mientras la opinión pública y los medios se entretenían con la reelección,
los DNU y las delegaciones legislativas eran consagradas. Salió de ahí un texto
peligroso e incoherente. Peligroso porque habilita el uso despótico y
autoritario del poder. Incoherente, porque aquello que prohíbe expresamente en su
artículo 29, lo habilita en el 99 inciso 3 y en el 76.
El modelo imperial
que hoy padecemos no es ni casual ni momentáneo. Es el resultado de un proceso
histórico construido del que son responsables las instituciones, los partidos
políticos, los líderes mesiánicos, los medios de comunicación y una sociedad
donde predominan el odio, la ignorancia y el bolsillo, dispuesta a inmolar la
democracia en aras de sus pasiones e intereses individuales.
Hoy, un presidente
que parece Calígula deroga leyes por decreto, pone en vigencia DNU sin
aprobación del Congreso, cierra organismos nacionales, despide trabajadores,
atropella el federalismo, entrega soberanía, destruye la ciencia, ataca la
cultura, recorta prestaciones imprescindibles y pone en riesgo la vida de los argentinos.
Acá, como siempre, la crisis económica lo justifica todo. Pero la lección que
Argentina no termina de aprender es que la estabilidad económica nunca estará
garantizada si se basa en la debilidad de las instituciones. Porque el
autoritarismo, en la medida en que rompe todo vínculo con la sociedad, termina
generando la inestabilidad que, paradójicamente, dice combatir.
Desde Buenos
Aires, saludo a los oyentes de El Club de la Pluma
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Posgrado
en Ciencias sociales por FLACSO
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