LA DEMOCRACIA ADEUDADA
Saludo a todos los
que escuchan El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez Olives
El 2023 no es, en
Argentina, sólo un año electoral. Hace 40 años, un 30 de octubre, Raúl Alfonsín
ganaba las elecciones y ponía fin a la Dictadura del Terrorismo de Estado. Y es
en este sentido que hablamos de “recuperación de la democracia”. Sin embargo, mirando
el camino recorrido, más que festejos, se impone la reflexión.
Hace unos días nos
enterábamos por un informe del INDEC que el ingreso promedio per cápita del
segundo trimestre de este año es de $87.310 y que quien tiene un salario de más
de $280.000 está dentro del 10% más rico del país. El ingreso promedio de los
estratos más bajos es de $51.196; el de los medios $132.455 y el de los altos
$325.695. La canasta básica alimentaria (que señala lo que una familia tiene
que ganar para no ser indigente) se ubicó, en el mismo período, en $130.590;
para no ser pobre, $284.687. Y la estimación de pobreza en la primera mitad de
este año es del 40,3%. Esta información nos permite sacar, al menos, dos
conclusiones: que la “democracia” que tenemos es una permanente fábrica de
pobres y que, en estos 40 años, Argentina fue el escenario de una brutal
concentración de la riqueza en un reducido sector de la sociedad. En 2021, el
patrimonio comercial de las 16 familias más ricas del país ascendía a D36 mil
millones; el 7,5% del PBI. No podemos comprender esto sin remontarnos a la
dictadura militar y, fundamentalmente, a sus socios civiles. Porque la fábrica
de pobres es una construcción deliberada que tiene fecha y autores,
beneficiados y perjudicados.
La Argentina
previa al golpe cívico – militar de 1976 fue el resultado del modelo de
industrialización sustitutiva que, con distintas modalidades, había sentado las
bases no sólo para una sociedad moderna sino también para una democracia
consolidada. Porque había una amplia clase media, vastos sectores obreros con
inserción laboral estable y niveles de vida dignos, y altísimos flujos de
movilidad ascendente. Sólo el 4,6% de los hogares eran pobres, lo que
constituye el mínimo histórico en nuestro país. Y, medida sobre el total de
población, la pobreza era del 8%, cuando el promedio de la región se elevaba al
26%.
Pero a partir de
1976 se inicia un proceso de paulatino deterioro de las condiciones de vida. Y
las cifras que demuestran esto son contundentes. En 1982, los hogares pobres
representaban ya el 25,55%. En 2003, el 43,5%. Si bien los porcentajes
oscilaron vinculados a la entrada o salida de procesos inflacionarios, lo
cierto es que, de extremo a extremo, la pobreza de los hogares no bajó del 23,2%,
muy lejos de las cifras registradas en 1975. Y si analizamos la evolución hasta
nuestros días, lo que vemos es que, en 40 años de democracia, la pobreza no ha podido
traspasar ese piso, con picos que llegaron al 57,5% en octubre de 2002.
Queda claro
entonces que la evolución económica y social de la Argentina democrática sólo
puede ser entendida a partir de las profundas transformaciones producidas por
el golpe militar de 1976. Tanto por su amplitud como por su profundidad,
condicionaron de manera decisiva a los sucesivos gobiernos que, según su
orientación, consolidaron el patrón de acumulación o aplicaron paliativos, pero
sin lograr revertirlo.
Diversos autores coinciden
en asignar a la Dictadura un carácter fundacional, ya que conformó una nueva
estructura de poder económico y diseñó un nuevo sendero de acumulación y
reproducción del capital, cuyas principales características persistieron y
persisten en estos 40 años de vida democrática. Según Martín Schorr, esas
características son: la reprimarización de la economía y el desmantelamiento
del tejido industrial, que implicó el retroceso o la pérdida de importantes
segmentos se sofisticación tecnológica, mientras la inserción en el mercado
mundial depende cada vez más de la producción ligada a ventajas comparativas,
como el agro, los hidrocarburos y la minería. El crecimiento exponencial de la
deuda externa, vinculada a la financiarización de la economía y a la fuga de
capitales. La concentración de la riqueza en manos de pocos, pero poderosos
actores, que controlan sectores críticos y reciben importantes transferencias
de ingresos desde el Estado Nacional. La crisis y fragmentación del mercado
laboral, con precarización e informalidad creciente y la aparición de una nueva
figura: la del trabajador pobre. Y, finalmente, una sociedad cada vez más
regresiva y desigual.
Beneficiado por
las políticas de la dictadura, que incluyeron el congelamiento de salarios, la
liberalización de precios, la apertura económica y la reforma financiera (todo
en el marco del Terrorismo de Estado), emerge a principios de los ´80 un nuevo
poder económico en Argentina, fuertemente concentrado e integrado en diversas
ramas de la producción. Uno de los casos más representativos tal vez sea el del
Grupo Macri. En 1976, el grupo era propietario de 7 empresas; en 1983, de 47.
Fiel exponente de “la patria contratista”, sus contactos con funcionarios de la
dictadura le permitieron hacerse de importantes licitaciones, como la de
Yaciretá, la construcción del puente Misiones-Encarnación, las centrales
termoeléctricas de Río Tercero y Luján de Cuyo y la recolección de residuos en
la ciudad de Buenos Aires, en las que no faltaron ni los sobreprecios ni la
corrupción. Durante ese período compró Fiat, una de las pocas empresas que, en
medio de la apertura de la economía, se benefició con una protección
arancelaria del 22%. En 1982, la deuda del grupo, que ascendía a 170 millones
de dólares, fue absorbida por el Estado Nacional, es decir, la terminamos
pagando todos.
La posición de estas
empresas y grupos económicos se acrecentó y consolidó con cada gobierno
neoliberal, como ocurrió durante el menemismo, la Alianza y, más recientemente,
con la presidencia de Mauricio Macri. Esto les ha permitido una verdadera
“captura del Estado”, que significa tanto condicionarlo como usarlo para el
propio beneficio.
Una de las formas
en que se expresa es a través de la cuestión fiscal. El “sentido común” de los
argentinos, construido tanto por los partidos políticos afines como por los
medios de comunicación, cree que el eterno déficit fiscal se debe a la emisión
monetaria, que financia las excesivas intervenciones de un Estado ineficiente y
genera inflación. Por lo tanto, para equilibrar las cuentas hay que ajustar el
gasto y dejar de emitir. Sin embargo, la mayor parte del déficit se explica por
las abultadas transferencias de recursos que el Estado hace a las grandes
empresas y grupos económicos que, de esta forma, se terminan apropiando de una
porción considerable de la riqueza.
Subvenciones que
se otorgan a sectores de alta rentabilidad (como el agropecuario, el del gas o
la minería); franquicias impositivas, arancelarias y aduaneras; desgravación de
impuestos; promoción industrial; licuación o condonación de deudas millonarias;
sobreprecios pagados a reconocidos proveedores y contratistas del Estado (como
Techint en Vaca Muerta) son algunos de los mecanismos por los que estas grandes
empresas se apropian de recursos del Estado. La evidencia empírica es
contundente a la hora de demostrar que tales beneficios no se tradujeron en
mayor inversión ni en la ampliación y diversificación de la capacidad
productiva del país. Se destinaron a la fuga de divisas y a la obtención de
grandes ganancias a través del sector financiero. Y esto último cierra el
círculo del “Estado capturado”: a través de la compra de diferentes bonos,
financian al Estado para poder cubrir el déficit por ellos mismos generado, no
sin obtener importantes ganancias derivadas de las altas tasas de interés que
cobran. En palabras de Martín Schorr, “las mismas fracciones dominantes que se han beneficiado con las
transferencias de ingresos desde el Estado, también han obtenido pingües
ganancias por prestarle al sector público para financiar el déficit fiscal, que
las tiene como responsables centrales, consumando así una verdadera captura
estatal”.
No cabe duda que
la democracia social y económica es una deuda pendiente, por no agregar también
la política e institucional. Mientras la mayoría del conjunto social se
empobrece y cada vez más sectores medios engrosan las filas de los “nuevos
pobres”, un Estado capturado por un reducido y privilegiado número de grandes
empresas se muestra impotente para dar respuesta a las demandas por una
sociedad más justa e igualitaria. El riesgo de perder la poca democracia que
supimos conseguir crece en la misma proporción en que estos sectores consiguen
adueñarse del Estado y consolidar su posición. Porque la desesperanza y la
impotencia erosionan la confianza social en la democracia y apuntalan la
emergencia de propuestas que representan exactamente lo contrario.
La experiencia de
40 años demuestra que ya no hay espacio ni para el diálogo ni para la conciliación.
El poder económico, la capacidad de daño y la insaciable rapiña de estos
sectores concentrados, sólo deja un camino libre: el de la confrontación.
Hacerlo requiere consensos y decisión política. Porque se trata de avanzar por
fuera pero también por dentro de las instituciones. No olvidemos que, cuando
hay tantos intereses en juego, hasta los fallos judiciales tienen precio. Es un
proceso minado entonces de dificultades. Pero, como alguna vez escribió Daniel
Azpiazu, “tales dificultades no serían más serias ni más riesgosas que las que
se desprenden de no hacerlo, o de llevar adelante estrategias inadecuadas que,
a la larga, profundizarían aún más el cuadro de subdesarrollo nacional iniciado
en 1976”.
Desde Buenos Aires,
les mando un gran abrazo a todos los oyentes de El Club de la Pluma
Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
No hay comentarios:
Publicar un comentario