ARMENIA Y
SUS “FRENEMIES” ATLANTISTAS
Un viejo adagio
impuesto por Henry Kissinger, el icónico ex secretario de Estado
estadounidense, dice que ser enemigo de Estados Unidos es peligroso, pero ser
amigo es directamente fatal. Esto puede aplicarse no solamente con Ucrania,
arrastrada a una espantosa guerra con su hermano-enemigo Rusia, por cuestiones
económicas y geopolíticas – intereses bah – inherentes a Occidente, sino
también, por ejemplo, a la Argentina, endeudada pesadamente durante el gobierno
de Mauricio Macri, afiliado a los intereses estadounidenses en todo aspecto.
Puede aplicarse
incluso con la mismísima Unión Europea, seducida hacia una desindustrialización
por pura solidaridad – o genuflexión – transatlántica. Pero también, incluso,
puede aplicarse esta máxima a la pequeña Armenia, un país torturado, con una
crónica sufrida, y un espíritu de renacimiento constante, aunque en los últimos
años ha venido cayendo producto de decisiones lastimosas, contrarias a sus
tradiciones políticas y sus alianzas históricas. Hagamos un poco de memoria,
sin remontarnos tanto al pasado.
Armenia y su vecina
Azerbaiyán son dos pueblos caucásicos que, como georgianos, chechenos y otros,
siempre han estado inmersos en una encrucijada entre tres imperios: el persa,
el ruso y el otomano. A ellos debería sumarse, aunque con su insidia habitual
pero menos poder de choque, el imperio británico, quien extendió su política de
“El Gran Juego” también a la zona. Con la instauración de la Unión Soviética, tanto
armenios y azerbaiyanos convivieron en una relativa paz, la cual persistió bajo
la dirección centralizada y la fortaleza del Ejército Rojo. Sin embargo, al
colapsar el bloque soviético, una importante cantidad de estallidos se
sucedieron en el «espacio postsoviético», envalentonados por reivindicaciones
nacionalistas, a veces incluso por diferencias étnicas y religiosas, pero
fundamentalmente, por la necesidad de crear espacios identitarios nuevos o
renovados.
Nagorno-Karabaj, un
espacio autónomo dentro de la Republica Socialista de Azerbaiyán, sin embargo,
contaba con una población mayoritaria armenia. Eso no fue un problema cuando el
gobierno soviético, que intentaba aunar bajo una ideología superadora de los
nacionalismos, cohesionaba. El problema, por supuesto, vino después. Cuando el
poder soviético empezó a entrar en decadencia, surgieron entonces movimientos
irredentistas tanto en Armenia (que quería anexarse Nagorno-Karabaj) como en
Azerbaiyán (que quería el control total de la autonomía). Entonces, después de
muchos episodios de violencia en ambos lados, en 1991, la parte armenia anunció
la formación de la República Popular de Nagorno-Karabaj, más tarde redenominada
República de Artsaj, culminando con el asedio y el saqueo de la ciudad azerí de
Hocala en la primavera de 1992.
La guerra finalmente
se expandió al territorio de Azerbaiyán propiamente dicho, culminando con la
firma del Protocolo de Bishkek, en el verano de 1994. Los efectos fueron
desastrosos y quedaron en la memoria colectiva: miles de muertos y un
resentimiento que se expandió y multiplicó con el tiempo. Nagorno-Karabaj, y
algunos distritos adyacentes del propio Azerbaiyán, cayeron bajo control
armenio de facto…. No obstante, la ONU desconocía el control de derecho de
Armenia de esos territorios. Sin embargo, la sangre estaba en el ojo: en 2016,
Azerbaiyán intentaría la captura de esos territorios mayormente montañosos.
Ocurriría entonces «la Guerra de los 4 días» (pues duró del 1 al 5 de abril) en
el cual, por primera vez, Azerbaiyán capturaría parte del territorio de
Karabaj, aproximadamente unas 2000 hectáreas. Era un aviso de lo que sucedería
4 años después y de la voluntad azerí de no renunciar a la soberanía sobre esos
territorios. Es más: la situación pudo haber salido peor si no hubiese sido por
la intervención de la Federación Rusa, ahora bajo el gobierno de Vladimir
Putin, reconstituida como una jugadora global y como un actor de importancia en
la vecindad cercana.
Putin logró que se
firme un armisticio, de ninguna manera un tratado de paz, y pudo desplegar
tropas de paz en la nueva línea de contacto para evitar choques y ataques a la
población civil. Los azeríes tenían respeto a la posición rusa y Armenia pudo
imponer algunas condiciones gracias a esa espalda. Rusia siempre fue un aliado
natural de Armenia desde los tiempos del Imperio Ruso y los zares, aun cuando
tuviera aceptables relaciones con los azeríes. Pero Rusia quería mantener la
situación equilibrada en el Cáucaso y no simpatizaba con la penetración de
Turquía. En tal sentido, Rusia incorporó a Armenia en la Organización del
Tratado se Seguridad Colectiva, una especie de mini-OTAN con cláusula 5 pero
con la diferencia que las intervenciones en ayuda no eran automáticas sino a
pedido del damnificado, haciendo que el bloque actúe como una confederación, no
una federación.
Además, como lo
escrito en el papel debe ser correspondido con acciones fácticas, Rusia
construyó una base aérea en Erebuni – una de las pocas que tiene desplegadas en
el exterior – al sur de la capital Ereván, donde emplea los poderosos
cazabombarderos Sukhoi Su-30, y cada tanto, por las dudas, hacía maniobras con
su Flotilla del Mar Caspio, capaces de lanzar misiles de crucero Kalibr bien
adentro del territorio azerbaiyano, en la frontera marítima del país caucásico,
para advertir que su poder está vigente y debe escuchársele.
Además, Rusia tomó
debida nota de las ayudas de Bakú a la insurgencia siria, enviando armas ex
soviéticas ¡y drogas Captagón! a través de su aerolínea Silkway. Pero en 2018 ocurrió algo impensado para los
rusos: una Revolución de Color impuso al alborotador serial de perfil
neoliberal Nikol Pashinián como primer ministro, expulsando del poder a Serzh
Sargsian, un tradicional aliado ruso. Por supuesto, la llegada de Pashinián fue
facilitada por la operación profesional de varias ONG occidentales, entre ellas
la infaltable Open Society de George Soros, y la embajada estadounidense más
grande del mundo… que no se encuentra en Londres, ni en Berlín, ni en Tokio…
sino en Ereván. Pashinián, el líder de la pomposamente llamada “Revolución de
Terciopelo”, implementó raudamente una plataforma descaradamente antirrusa,
eliminando el idioma en las escuelas, purgando militares entrenados por Moscú,
evitando los compromisos asumidos en la OTSC, cortando toda colaboración con
Rusia en cuestiones de inteligencia y seguridad, y promoviendo intensamente
relaciones con Estados Unidos, Reino Unido y Francia. Incluso, desestimó a la
diáspora armenia asentada en Rusia y fomentó la comunicación con estadounidense
y francesa.
Por si fuera poco,
Pashinián profundizó reformas “de mercado” exigidas por instituciones
financieras, entre ellas, el FMI. Esa pose era autodestructiva desde el punto
de vista de los intereses nacionales de Armenia, pero era coherente con las
demandas de sus mentores occidentales. Moscú consideró veladamente ofensivas
esas posturas, y una forma de desestimar la ayuda rusa que había detenido el
colapso armenio en 2016 en Nagorno-Karabaj. Mientras Armenia se desentendía de
su aliado natural, Rusia empezaba a negociar con Azerbaiyán algunos suculentos
contratos energéticos, llegando a un buen entendimiento. Aliyev, el presidente
azerí, no era tanto. A pesar de sentirse cercano a Turquía y Erdoğan no desdeñaba de tener
buenas relaciones con Putin, y en sus entrañas albergaba consagrar los
intereses nacionales… entre ellos reintegrar Nagorno-Karabaj a su patria. En
septiembre de 2020, entonces llegó el turno. En el curso de una guerra conocida
como “la guerra de los 44 días” Azerbaiyán, apuntalado por una economía que
explotó gracias al boom energético, armó un ejército potente con la asesoría
técnica de israelíes y turcos.
La ayuda turca fue
tan fundamental, que el mismísimo Recep Tayyip Erdoğan se encargó de visitar el país antes y después
de la corta guerra, sellando una alianza indisoluble. Esa guerra fue el ensayo
de lo que podemos ver hoy en día en Ucrania. Uso extensivo de drones –
especialmente los Bayraktar turcos – y de la dimensión electromagnética, la
llamada guerra electrónica.
Los azerbaiyanos
pudieron reconquistar gran parte del territorio perdido en 1994 de
Nagorno-Karabaj, incluida la ciudad estratégicamente importante de Shusha.
Pashinián, que había despreciado a los rusos, pidió escupidera al Kremlin para
evitar la debacle total. Rusia solo ofreció sus buenos oficios de paz y
mediación, pero no ayudó militarmente a los armenios pues la República de
Artsaj, a pesar de ser étnica y culturalmente armenia, era un estado de facto
que no era reconocido ni siquiera por Armenia. Rusia dijo que no podía invocar
la OTSC – esa que Armenia había rechazado – porque técnicamente el territorio
armenio no había sido atacado. No obstante, Rusia intermedió y evitó una
catástrofe humanitaria aun peor. Envió tropas de paz que controlaron el
corredor de Lachín, que une Armenia y los territorios de Artsaj aún con
población armenia, y los pasos entre Azerbaiyán y Najicheván, la república
autónoma azerí del lado occidental, partida en dos de Bakú.
Pashinián tardó un
mes en solicitar la mediación rusa y solo lo hizo al saber que las fuerzas
armenias de Artsaj ya no tenían posibilidad de frenar a los azeríes. Ni Estados
Unidos, ni Francia fueron en su ayuda. El presidente azerí, Ilham Aliyev se
convirtió en un héroe nacional al recuperar Nagorno-Karabaj, y se mostró
magnánimo al obedecer a los rusos para no continuar la faena, dando “tiempo”
para una relocalización de los armenios. Los eventos militares se imponían:
Pashinián tuvo que «entregar» gran parte del territorio de Artsaj a Azerbaiyán
(raión de Kalbajar, raión de Lachín y raión de Agdam). En realidad, tuvo que
confirmar la renuncia. Las otras partes quedaron «pendientes de cesión». Se
trataba de la zona central, incluyendo la ciudad de Stepanakert. Pashinián fue
repudiado por la población y tratado de traidor. Pero increíblemente, gracias a
los apoyos occidentales que lo pusieron allí, se mantuvo en el poder y
elucubrando su pase a Occidente. En septiembre de 2023, aprovechando la
relativa debilidad rusa en la campaña ucraniana, Azerbaiyán acusó a Armenia de
estar fomentando el terrorismo en la zona todavía no cedida y decidió terminar
la faena de la reconquista, acelerando la expulsión de armenios de lo que
quedaba de Artsaj.
Poco antes, Pashinián
había decidido finalmente desairar a Rusia realizando ejercicios militares con
la OTAN en territorio armenio, sumándose a la Corte Penal Internacional y hasta
mostrando en público su sintonía con Zelenski, resolviendo, además, que el
asunto de Nagorno-Karabaj no era un asunto armenio sino ruso. De esta manera,
renunciando Armenia a tener un “territorio en disputa”, allanaba su deseo de
unirse a la OTAN, que, en realidad, era el sueño de sus mentores.
En el documento
«Extending Russia» emitido por la RAND Corporation en 2019, Estados Unidos ponía
entre sus objetivos de agotar a Rusia el de explotar las tensiones en el
Cáucaso. Armenia cumplió su papel traicionando sus propios intereses nacionales
y a su pueblo. Con el asunto prácticamente resuelto, y mientras Rusia ayudó a
una penosa pero ordenada retiradas de la población armenia de Nagorno-Karabaj
hacia su madre patria, Francia ahora fomenta los buenos servicios de mediación
de la Unión Europea… y llega a un acuerdo de asistencia militar con Armenia.
Así las cosas, se impone la geopolítica.
¡Es la geopolítica,
estúpido! (diría Bill Clinton en campaña) Armenia, un pequeño país casi
arruinado económicamente, tiene gran valor estratégico para la OTAN porque está
situada entre la siempre esquiva pan-otomana Turquía, que dicho sea de paso es
miembro atlantista, en el área de influencia histórica de Rusia, como un puente
entre el Mar Negro y el Mar Caspio, dos “mare Nostrum” rusos, y con frontera
natural con Irán, la gran nación resistente de Asia Central, que para colmos,
siempre tuvo una relación especial con Armenia.
Si eso vale imponer a
un traidor embaucador y perder las aspiraciones sobre Nagorno-Karabaj,
bienvenido sea. Si eso implica que la población armenia en ese enclave sea
masacrada o desplazada, son costos a aceptar. Que hay amigos que mejor tenerlos
de enemigos, como sugirió el mismo Kissinger.
Les habló Christian Cirilli, espero hallan disfrutado esta columna internacional. Los espero la próxima semana en una nueva entrega, siempre aquí, por el Club de la Pluma.
Analista
Internacional
Licenciado
en administración UBA De ciencias económicas
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