BAJAR
IMPUESTOS
LA
DEFENSA LIBERTARIA
DEL PRIVILEGIO Y LA RIQUEZA
Saludo a todos los
oyentes de El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez Olives.
En medio de la
campaña electoral en Argentina, una de las propuestas que más se escucha en la
derecha liberal, tanto en versión Bullrich como Milei, es que hay que achicar
el Estado para bajar el déficit, y también bajar impuestos, porque la carga
fiscal es asfixiante y desalienta la inversión.
Para saber si la
carga fiscal es mucha, poca o regular debemos comparar. Y no vale contrastar con
“mis deseos” porque sabemos que a todos nos gustaría vivir bien si tener que
pagar por ello. La comparación debe hacerse con lo que ocurre en otros países. Lo
que vemos así es que la presión fiscal en Argentina es más que moderada: en
2021 fue del 29,1% del PBI, mientras que en España era del 38,8%, en Suecia del
49% y en Italia del 48%. En Sudamérica, Brasil tiene 32% y Ecuador, 36%. Despejado
este tema, debemos tener en cuenta dos cuestiones. La primera, es que presión
impositiva y recaudación efectiva no son sinónimos. Del 29,1%, Argentina
termina recaudando un equivalente al 11,5% del PBI. La distancia entre un
porcentaje y otro se debe a varios factores: evasión, elusión y diversas
exenciones o ventajas impositivas de las que disfrutan algunos. La segunda, es
que siendo la presión fiscal un promedio, no impacta de la misma manera en
todos los sectores sociales. Según Gómez Sabaini, el 20% de la población con
mayores ingresos, que recibe el 57,1% de la riqueza, aporta un 5% más que el
promedio, mientras que el 20% de menores ingresos, que recibe apenas el 3,1% de
la riqueza, aporta un 12% por encima del promedio. Los sectores medios se
apropian del 60,2% de la riqueza, pero aportan entre 4 y 10% menos que el
promedio general. La conclusión es clara: los pobres destinan al financiamiento
del Estado un porcentaje mayor de sus ingresos que el resto de las clases. Por
lo tanto, si la carga fiscal fuera alta en Argentina, no serían Funes de Rioja,
Paolo Rocca ni Susana Giménez los que deberían quejarse, sino los jubilados que
cobran la mínima o los que están bajo la línea de pobreza.
Estas cosas
ocurren porque nuestro sistema impositivo es regresivo, porque son muchos los
colgados del Estado que se benefician con bajas o quitas importantes y porque
el deporte favorito de los más ricos es la evasión fiscal.
Un sistema es regresivo cuando el peso de los impuestos
es más fuerte para los sectores más pobres, pero se reduce a medida que aumenta
la riqueza. Esto no sólo es injusto. También tiene un efecto negativo en la
distribución, porque hace más ricos a los que tienen más.
La regresividad de
los impuestos es histórica en nuestro país. Ya desde la formación del Estado
Nacional y el modelo agro exportador, nuestras clases dominantes prefirieron
cubrir el déficit con endeudamiento antes que colaborar en un sistema más justo,
en el que tuvieran que aportar en proporción a su riqueza. Y esa característica
fundacional se mantiene en la actualidad, donde la mitad de lo recaudado
corresponde al IVA, impuesto al consumo que disminuye en mucho los ingresos de
los sectores populares. En cambio, impuestos sobre patrimonios, ganancias
financieras y renta de personas físicas y jurídicas, han ido disminuyendo con
cada gobierno neoliberal.
Uno de los ejemplos
más potentes es el impuesto a la herencia, vigente hasta 1976 y eliminado por
Martínez de Hoz durante la Dictadura cívico militar. Su presencia en países
como Francia, Reino Unido, EEUU, Japón o Corea del Sur, donde el porcentaje
gravado llega a alcanzar el 55%, no sólo se justifica porque aumenta los
recursos del Estado gravando a los más ricos, sino con argumentos bien
liberales. Al afectar lo que algunos llaman la “lotería genética”, contribuye,
según Lódola y Velasco, “a la igualación de las condiciones de partida,
constituye un incentivo adicional al esfuerzo y la eficiencia, alentando la
distribución meritocrática de los resultados sobre las posibilidades de
progresar y realizarse”.
Otro impuesto
progresivo es el de Bienes Personales. Pero, durante el gobierno de Mauricio
Macri, se elevó el piso a partir del cual tributar y se estableció una
reducción progresiva de la alícuota. Como consecuencia, la participación en el
total de la recaudación bajó drásticamente hasta casi desaparecer. En 2015, las
1034 personas más ricas de Argentina tributaron por Bienes Personales 2580
millones de pesos. En 2016, $1548 millones. En 2017, $1032 millones y en 2018
sólo $516 millones. Estas medidas implicaron una importante transferencia de riqueza
hacia esos privilegiados, que recibieron del Estado el equivalente a D200 mil
cada uno, mientras se dejaban de recaudar 207 millones de dólares.
A esto se suma el
atraso de los valores fiscales respecto de los del mercado y la inexistencia de
impuestos que graven la acumulación de inmuebles. El propietario paga,
entonces, muy poco por el bien que tiene. Y esto allana el camino hacia la
concentración de la propiedad, tanto urbana como rural. El acceso a la vivienda
resulta cada vez más restringido para millones de personas porque acumular
propiedades, en Argentina, sale gratis. De no ser así, no estaríamos
discutiendo una Ley de Alquileres y el voto del diputado Pablo Torelli,
propietario de 8 departamentos en Capital (uno de ellos, de 500 metros cuadrados),
dos propiedades en La Plata y dos casas de veraneo en Pinamar, hubiese sido
distinto: en vez de defender sus intereses, habría votado a favor de los más
desprotegidos.
Otro de los
problemas de nuestro sistema impositivo es el gasto tributario, entendiendo por
esto lo que el Estado deja de percibir porque algunos están eximidos o reciben
quitas y exenciones importantes. El caso más escandaloso es el del Poder
judicial. Se han eximido del pago del impuesto a las ganancias con una interpretación
de la Constitución que ellos mismos elaboraron: cobrarles es inconstitucional
porque atenta contra la intangibilidad de su salario. Pero los jueces de EEUU,
amparados por el mismo privilegio, resolvieron esta cuestión en 1939. En el
fallo que los incorporó al tributo el juez Frankfurter escribió: “Someter a los
jueces a un impuesto general es reconocer simplemente que son también
ciudadanos, y que su función particular no genera ninguna inmunidad para
participar con sus conciudadanos en la carga material del gobierno. Los jueces
deben pagar, como el resto de los ciudadanos, el impuesto a las ganancias”. La
existencia de esta “casta judicial” impide al Estado recaudar nada menos que
648 millones de dólares al año. Y no está de más recordar que, si ellos no
pagan lo que les corresponde, otros tendrán que pagar más.
También los
beneficios con los que cuentan empresas y regiones deben computarse como gastos
tributarios. Un ejemplo es la provincia de Tierra del Fuego. Protegida desde
hace más de 50 años y exceptuada del pago de IVA y ganancias, su situación
privilegiada no ha redundado en una mejor calidad de vida para el conjunto de
la sociedad, ni en un acceso económico a los bienes que produce. El 95% de la electrónica
en nuestro país viene de allí. Pero estos bienes resultan inaccesibles para la
mayoría de la población que, sin embargo, financia con su esfuerzo los
beneficios que la provincia recibe.
Su balanza
comercial es negativa y su participación en las exportaciones nacionales es
sólo del 0,3%. La misma observación puede hacerse sobre las empresas en
general. En los últimos 40 años, las tasas sobre las ganancias de sociedades
han bajado del 44% al 24%. Mientras el Estado se desfinancia y la presión
impositiva alcanza a asalariados y jubilados, las empresas no derivaron este
ahorro a la inversión sino a la fuga de capitales, no han logrado un perfil
exportador, ni abastecen al mercado interno con productos accesibles en precio
y calidad. Si bien es cierto que la industria necesita protecciones para desarrollarse,
no es menos cierto que todo beneficio debe exigir una contraprestación, con la
que se debe cumplirse en tiempo y forma. Caso contrario, la protección no
impulsa el desarrollo, sino que colabora con la formación de un entramado
parasitario que perjudica al Estado y al resto de la sociedad.
Y el último gran
problema de nuestro sistema tributario es la evasión. Según un informe de la
Universidad de Naciones Unidas, con sede en Tokio, entre 2020 y 2021 en
Argentina se evadieron impuestos por un monto de D42.000 millones. Toda la
deuda con el FMI… Los máximos responsables son personas y empresas con altos
ingresos, que pueden acceder a asesorías profesionales que promueven
estrategias de evasión y minimizan los riesgos. Paradójicamente, son ellos los
que se quejan de una presión fiscal asfixiante. Debemos tener bien en claro,
entonces, que detrás de estos discursos se esconden sectores cuya única
preocupación es proteger el exceso de riqueza. Desfinancian al Estado y, ante
la falta de recursos, proponen recortar las prestaciones que más utilizan los
sectores vulnerables, justamente los que más pagan: educación, salud y asistencia
social.
De todo esto
resulta que el problema en Argentina no son los pobres: son los ricos. Redistribuir
la riqueza es una necesidad impostergable. Y por su potencia para lograrlo, la
reforma impositiva no es una reforma más: es la “madre de todas las batallas”. Las
PASO castigaron crudamente tibiezas y renunciamientos del partido gobernante,
mostrando de una forma contundente que no hay margen para más errores ni
desilusiones. Y en este clima, tan tenso como enrarecido, sería bueno que los
representantes del frente nacional y popular tuvieran presentes las palabras de
Juan Domingo Perón: “Cuando los pueblos agotan su paciencia, hacen tronar el
escarmiento”.
Desde Buenos
Aires, saludo a todos los oyentes de El Club de la Pluma, con un especial y
entrañable abrazo para la familia de nuestro querido Ramón “Moncho” Soto
Martínez. Como él siempre quiso, ¡Viva Puerto Rico Libre!!!
Posgrado
en Ciencias sociales por FLACSO
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