RECETA PARA DAR VUELTA UNA TORTILLA
Como todos los
domingos, saludo desde Buenos Aires a los oyentes de El Club de la Pluma.
En tiempos
electorales, las noticias vienen y van. Algunas son interesantes, porque nos
muestran que hay problemas estructurales que van a requerir soluciones de
fondo.
El 30 de julio
pasado, una clarificadora nota nos advertía sobre el endeudamiento externo de
las empresas privadas. No es un dato menor, porque en una economía donde faltan
dólares, más de la mitad del superávit comercial generado entre 2020 y 2022
(para ser más exactos, el 53,7%), se lo llevaron esas empresas para pagar deudas
en el exterior. En números, 24.600 millones de dólares. La situación empeora si
tenemos en cuenta que todas ellas tienen una balanza comercial deficitaria, es
decir, importan más de lo que exportan, lo que obliga al BCRA a cubrir con
reservas esa diferencia ¿Qué empresas nos están desangrando? El Grupo Midlin, a
través de sus empresas Pampa Energía y Transportadora Gas del Sur; el Grupo
Clarín, con Cablevisión y Telecom; Techint, con Tecpetrol; Arcor; Madanes, con
Aluar y Roggio, con Clisa son sólo algunos ejemplos. Para Basualdo, esta
situación explica “la crisis de reservas, que limita las posibilidades de
sostener el crecimiento económico y aumentar la participación de los
trabajadores en el ingreso nacional”.
El mismo día nos
enterábamos también que las automotrices suspendían la entrega de vehículos y
las concesionarias congelaban las ventas porque el Ministro de Economía decidió
extender el impuesto país a todos los bienes importados. El objetivo de esta
reacción empresaria era, obviamente, tomarse un tiempo para ajustar los
precios, a fin de que el impuesto lo pague, finalmente, el consumidor. Porque
en Argentina no se fabrican automóviles: se arman con autopartes importadas. Tampoco
tiene el sector un perfil exportador: tanto su tecnología como la calificación de
la mano de obra están rezagadas, lo que deriva en productos poco competitivos a
nivel mundial. Entonces, la industria automotriz también resulta ser una
sangría permanente de divisas porque no las genera, pero, sin embargo, las
demanda para sus autopartes. Y esta ineficiencia del sector la termina pagando
doblemente el consumidor: porque el producto es más caro y porque la falta de
divisas para el desarrollo impacta en la sociedad toda. Como si esto fuera
poco, sus importaciones se pagan al valor del dólar oficial, pero el precio de
los autos lo fijan según el blue, eufemismo utilizado para nombrar el mercado
ilegal de divisas, mucho más caro que el oficial.
Y la frutilla del
postre es que el comercio exterior, única fuente de financiamiento genuino que
tiene Argentina, lo controlan 25 empresas, la mayoría de ellas extranjeras.
Esta extranjerización hace que las divisas generadas no queden en el país, sino
que sean giradas al exterior, conformando la paradoja que explica en buena
parte la crisis económica: producimos una riqueza de la que disfrutan otros.
¿Conocimos los
argentinos tiempos mejores? Y la respuesta es sí. El período industrialista,
entre 1950 y 1976 fue el de mayor dinamismo y crecimiento inclusivo: la pobreza
era sólo del 8%, el desempleo del 3,5% y los salarios permitían la movilidad
ascendente. Es entonces una etapa que los argentinos deberíamos conocer mejor.
Después de la
crisis de 1930 se desarrolló la industria liviana. Pero la necesidad de
producir maquinarias y equipos profundizó, a partir de 1950, la
extranjerización de nuestra economía. Fue el gobierno de Frondizi, entre 1958 y
1962, el que, a través de la Ley 14780, creó el marco normativo para las
inversiones extranjeras. Las empresas transnacionales tendrían el mismo
tratamiento que las nacionales, habría exenciones arancelarias para sus
importaciones y, lo más importante, podrían girar libremente todas sus ganancias.
Pero, a pesar de los éxitos iniciales, la “luna de miel” con el capital
extranjero duró apenas 10 años. ¿Qué pasó? Que esas grandes empresas no se
instalaron en Argentina con un perfil dinámico y exportador. Lo hicieron para
cooptar un mercado interno protegido. La transferencia de tecnología fue pobre:
utilizaron equipos obsoletos, desinstalados de sus casas matrices. Mientras
tanto sus importaciones, las ganancias giradas al exterior y el pago por el uso
de patentes y marcas, provocaba una permanente salida de divisas, que complicó
aún más nuestras cuentas nacionales. Y la industria automotriz, tan quejosa en
estos días, es uno de los mejores ejemplos.
Veinte años
después de la experiencia de Frondizi, el diario La Nación publicaba: “Las
empresas automotrices son todas grandes empresas transnacionales que llegaron
al lugar que ocupan en el mercado mundial compitiendo a brazo partido para
ganar cada palmo de ese mercado. Aquí, hace 18 años que operan en una rama
protegida, amparadas por regímenes especiales de diverso tipo, y no han logrado
un producto capaz de colocarse por calidad y precio en el mercado mundial. Y eso
que cuentan con la mano de obra calificada más barata del mundo”. (La Nación.
29 de enero de 1978)
¿Y las empresas
privadas nacionales? Indudablemente crecieron. Pero, siempre reticentes a tomar
la iniciativa y arriesgar, su comportamiento se limitó a responder a los
mecanismos generados desde el Estado para promover o sostener al sector. Como
dijo Aldo Ferrer, “No hay nada genético en el ADN del empresariado argentino”.
Los grupos económicos nacionales y las empresas argentinas no han contribuido
con una industrialización que impulse el desarrollo de capacidades
tecnoproductivas; nunca potenciaron las ventajas dinámicas de nuestra economía
ni ayudaron a la construcción de un proyecto viable para una sociedad más
igualitaria e inclusiva. Se refugiaron en actividades vinculadas al mercado
interno bajo la protección del Estado y fueron los primeros en beneficiarse de
las “áreas de negocios” que la obra pública les brindó. Así prosperaron Pérez
Companc, Roggio, Bridas, Macri y Techint. Si a eso agregamos su propensión
también histórica a fugar capitales, tendremos que reconocer que no tenemos
“burguesía nacional”.
¿Cómo explicar
entonces el crecimiento con inclusión social de ese período? A pesar de lo que
sostiene la derecha liberal, no fue el mercado sino el Estado el que marcó el
pulso de esa etapa. Un Estado que, siguiendo a Mazzucato, podríamos llamar
emprendedor. Porque asumió riesgos y creó mercados; desplegó estrategias
exitosas y se vinculó con la tecnología, la innovación y el espíritu de
progreso. Y esto, a pesar de la inestabilidad política del período, que
dificultó el diseño de un programa coherente.
Un Estado que fue
empresario no sólo por ser el dueño de empresas que lideraban la producción en
su sector, como YPF, Somisa, Petroquímica General Mosconi o Astilleros y
Fabricaciones Navales del Estado, sino que poseía acciones en el sector
privado, derivadas tanto del cobro de deudas fiscales y previsionales como del
salvataje a empresas mal administradas. Esto ocurrió con Siam Di Tella, La
Emilia y Winco, cuyo funcionamiento se mantuvo para resguardar el empleo y la
paz social. Un Estado que supo derivar el ahorro privado hacia la inversión
productiva, a través Caja Nacional de Ahorro Postal. Un Estado que aportó
capital no sólo para impulsar el desarrollo de actividades económicas sino para
crear nuevas empresas en sectores clave, transformando esa inversión en
participación accionaria.
Así se
constituyeron Propulsora Siderúrgica SA, Papel Prensa, Álcalis de la Patagonia
y la planta de Misiones para la producción de papel de embalar y celulosa. Un
Estado inteligente en la construcción de obras de infraestructura que
permitieron el desarrollo de verdaderos polos productivos, como la represa de
Futaleufu, en la provincia de Chubut, que no sólo generó empleo, sino que hizo
grande a Aluar, que en poco tiempo abasteció el mercado interno de
aluminio. Un Estado que, a través de
este entramado, demandaba insumos, motorizando el desarrollo de grandes
jugadores privados. YPF y Gas del Estado ayudaron de este modo al crecimiento
de Pérez Companc, Bridas y Techint.
Entel compraba
equipos telefónicos a Siemens y Ferrocarriles Argentinos adquiría coches de
pasajeros de la italiana Fiat. Pero también fue proveedor de insumos para
empresas de capital privado. Somisa le vendía a Techint y a Acindar, en tanto
que YPF, Fabricaciones Militares y Petroquímica Bahía Blanca lo hacían con
Electroclor y la transnacional PASA. En 1975, el Estado se encargaba de la
totalidad de la producción y distribución de energía eléctrica y de gas
natural; de las dos terceras partes de la producción y refinamiento de
petróleo; controlaba el sistema ferroviario y de comunicaciones, la mitad del
tráfico aéreo y marítimo nacional e internacional y la totalidad de los puertos
y astilleros.
También tenía una
parte significativa del sistema financiero y de seguros. Más del 40% del
capital de sociedades que cotizaban en bolsa estaba en su poder. Su papel como
dinamizador del capitalismo nacional es entonces innegable. En 1979, Jorge
Schvarzer escribía: “Este complejo fue creado sin ruidos ni estridencias, pero
está a la vista, como una formidable prueba de que el sector público tiende a
imbricarse con las empresas privadas de manera mucho más variada de lo que se
podía haber supuesto hace algunos años”.
Y por ese Estado
fueron en 1976. Las reformas estructurales pusieron eje en su destrucción, paso
imprescindible para convertir al país en un bastión del interés privado y los
beneficios particulares. Reconstruir un Estado para todos debe ser, entonces,
nuestra principal bandera. Porque sólo la acción estatal estructura las
conductas empresarias, limita sus acciones, define sus estrategias y reasigna de
manera eficiente los recursos. No alcanza con votar y ganar. La militancia debe
incluir “el día después”, para enderezar la agenda, fijar prioridades y definir
políticas públicas que permitan recuperar lo que nos han arrebatado.
Desde Buenos Aires, saludo a todos los oyentes de El Club de la Pluma.
Posgrado
en Ciencias sociales por FLACSO
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