ACHICAR
EL ESTADO
LA TRAMPA DETRÁS DEL AHORRO
Hola. Soy Lidia
Rodríguez Olives y, desde Buenos Aires, saludo a todos los oyentes de El Club
de la Pluma.
En la columna del
domingo pasado advertíamos sobre la trampa que se esconde detrás del discurso
liberal, cuando afirma que hay que bajar los impuestos porque la carga fiscal
en Argentina es extremadamente pesada. Vimos que esto no sólo es una mentira,
sino que esconde el deseo de proteger a los más ricos a costa del resto y de
colocar sus fortunas a resguardo de la obligación de pagar.
Hoy quiero
dedicarme a otra de las afirmaciones más repetidas por la derecha liberal: hay
que achicar el Estado para reducir el déficit. Lo primero para señalar al
respecto es que denota una mirada profundamente ideológica, aunque insistan en
que sólo se trata de una cuestión racional. Es que para reducir el déficit no
es necesario achicar el Estado: en nuestro país, alcanza con combatir la
evasión de las clases más altas y de las grandes empresas que, recordemos, sólo
entre 2020 y 2021 evadieron un monto de 42 mil millones de dólares. Proteger la
“delincuencia de guante blanco” es una decisión política e ideológica, que
sirve como indicador a la hora de ver hacia dónde va el modelo de nuestra
derecha liberal.
Una primera
aproximación al problema del tamaño del Estado es de carácter comparativo. En
Argentina, del total de trabajadores, el 19% se desempeña en el sector público
nacional, provincial o municipal. La media de la región es del 12%. Pero en los
países de la OCDE, la media asciende al 21,3%. Y esto nos lleva a una pregunta
inevitable: ¿qué modelo de Estado queremos para Argentina? Porque la discusión
sobre el tamaño del Estado, que por sí mismo no explica nada, no puede darse
aisladamente. Debe estar inserta en un debate más amplio sobre el rol y las funciones
que debe cumplir para alcanzar un desarrollo sostenible. Pero también en la
discusión sobre las obligaciones y responsabilidades ciudadanas,
imprescindibles para mantenerlo y sostenerlo. Todos queremos ser Noruega. Pero
para serlo, tendremos que aceptar una presión fiscal del 44,4% del PBI y un
Estado que absorba el 30% de la masa trabajadora, con fuerte presencia en los
procesos económicos y sociales.
Tendremos que
pensar también en un sistema de impuestos progresivos, que grave con fuerza la
riqueza y combata con más fuerza aún la evasión. Un caso ilustrativo del
funcionamiento del modelo escandinavo que tanto admiramos es el del futbolista
John Carew. Fue condenado por evasión y por ocultamiento de fortuna porque,
aunque su domicilio fiscal estaba en Inglaterra, residía en Noruega más de la
mitad del año. Y por este motivo, según las leyes del país, debía tributar.
Acumuló 6 años de incumplimientos. Sólo por 2020, donde declaró ganancias por
725.000 libras esterlinas, debía al Estado noruego 210.000: casi un tercio.
Buscó obtener un castigo comunitario, que fue negado por la Autoridad Nacional
para la Investigación de Delitos Económicos y Ambientales. Hoy está preso.
Discutir sólo
números resulta, entonces, tramposo si no se tienen en cuenta otras variables.
Una de ellas es la distribución territorial del empleo público. El sector
público nacional sólo representa un 21% del gasto total. El 66% corresponde a
las provincias y un 13% a los municipios. El peso territorial de los gastos nos
permite entender la inconsistencia de Cambiemos cuando asegura que, en 2016,
produjo un ahorro en el Estado porque la nómina de empleados cayó un 0,4%. Sin
embargo, esta baja se explica por la transferencia de la Policía Federal al
ámbito de la Ciudad de Buenos Aires, que recibió 18.300 efectivos. Las
políticas de descentralización, especialmente de los servicios de salud y
educación, se fueron profundizando en los últimos 40 años.
Redujeron el gasto
en el sector público nacional, pero lo aumentaron considerablemente en el
ámbito provincial y municipal. En 1960, el empleo público nacional representaba
el 67,60% del gasto total, el de las provincias el 23,20% y el de los
municipios, 9,20%. Para 2010, el gasto nacional había bajado al 21,76%, pero el
de las provincias era del 62,07% y el de los municipios se elevaba al 16,18%. Por
lo tanto, la eliminación de ministerios propuesta por Milei no tendría un
impacto importante en la reducción del gasto público. Como afirma Oscar Oszlak,
“por el carácter federal del país y el hecho de que las elecciones provinciales
se han adelantado en casi todos los casos, su fuerza política no podría afectar
el empleo público subnacional, por lejos, el más significativo en el país”. Lo
mismo cabe para Bullrich, que propone ahorrar reduciendo a la mitad los ministerios.
Y a esta altura, los argentinos ya deberíamos saber qué significa “ahorrar”
para Juntos por el Cambio. Entre 2015 y 2017, se bajaron 24.000 puestos de
trabajo en la administración pública nacional, pero aumentaron 25% los cargos
políticos en ministerios, secretarías, subsecretarías, direcciones y puestos
extraescalafonarios, por mucho, los mejor remunerados.
Entonces, si
achicar el Estado no produce un ahorro significativo, debemos pensar en aquello
que se esconde detrás de ese discurso: no se trata de reducir gastos sino de
eliminar funciones. Porque el empleo público es mucho más que un número. Para
Leonardo Gasparini, “es el principal empleador en las economías modernas. La
provisión de servicios básicos, como educación, salud, seguridad y justicia,
entre otros, lo convierte en un actor central en los mercados laborales, con
incidencia en los resultados de empleo, salario, informalidad y otras
variables. Es un indicador de la participación estatal en la economía, con
implicaciones sobre los equilibrios macroeconómicos, la eficiencia y la
distribución del ingreso”. Según esta interpretación, la reducción del empleo
público agravaría las condiciones del mercado de trabajo y contribuiría tanto a
la precarización del empleo como al desfinanciamiento del sistema de seguridad
social. Porque el empleo público es trabajo registrado, que realiza los aportes
correspondientes y permite mantener tanto el sistema previsional como el de salud.
Mientras que el sector privado, con una informalidad del 32%, aporta mucho
menos de lo que debería. Sin embargo, atentos siempre a aumentar sus ganancias
con poco esfuerzo, apoyan la reducción del Estado porque, dada su incidencia en
el mercado laboral, les permitiría pagar menos y explotar más.
Una de las
críticas más feroces de la derecha hacia el Kirchnerismo es que aumentó el
tamaño del Estado. Lo que no dicen es que, a pesar del aumento del número de
agentes, el porcentaje sobre el empleo total no sólo se mantuvo: bajó. En 1990
representaba el 20,41% de la PEA; en 2009, el 17,97%; y en 2015, 19%. Tampoco
dicen que el Estado aumentó su tamaño, pero también sus funciones y
responsabilidades. Y esto es lo que la derecha pretende eliminar disfrazado de
un ahorro que no es. Entre 2003 y 2015, se crearon 6 ministerios, 25 organismos
descentralizados, 20 universidades, 15 empresas, entre las creadas y
reestatizadas y se abrieron nuevos complejos vinculados al sector energético,
tecnológico y productivo. Dentro de la administración descentralizada y en el
marco de la revitalización de políticas científicas y tecnológicas, el complejo
de organismos científicos fue el área que mayor crecimiento registró en sus
planteles. El CONICET incorporó 3277 cargos, entre científicos, becarios y
técnicos. También crecieron la Comisión Nacional de Energía Atómica y la de
Actividades Espaciales, el INTA y el SENASA.
El Estado asumió
importantes responsabilidades en el campo de la salud, lo que implicó un aumento
del personal en hospitales e institutos, como el Dr. Carlos Malbrán, que
incorporó 846 profesionales a su planta permanente; como el Posadas o el de
Alta Complejidad de El Cruce, que en 2018 fue calificado por la Revista América
Economía, de Chile, como el mejor hospital universitario de Latinoamérica. La
expansión de la cobertura social, con la Asignación Universal por Hijo, el
Seguro por Desempleo y la Asignación por embarazo, junto con la estatización
del sistema jubilatorio exigieron una mayor dotación de personal en la
Administración Nacional de Seguridad Social (ANSES). La reestatización de
empresas como Correo Argentino, AySa, Aerolíneas Argentinas, YPF y
Ferrocarriles Argentinos implicó el traspaso de trabajadores del sector privado
al público. De todo esto se desprende que el Estado no creció ni por la “grasa
militante”, como dijo Prat Gay, ni por la abundancia de “ñoquis”, como aseguró
Andrés Ibarra. Creció a la par de sus funciones y responsabilidades, y en la
medida en que se restauró su presencia en áreas de las que se había retirado. Y
esto implica que su tamaño no puede discutirse ni en términos de números ni en
términos de ahorro. Debemos pensar seriamente qué Estado queremos, qué
funciones, servicios y coberturas pretendemos de él, así como el costo y su
distribución entre la sociedad.
Por último, quiero
referirme a un aspecto que siempre acompaña, en el discurso de la derecha, a su
mirada sobre el Estado. El discurso de achicar el Estado está acompañado siempre
por el ataque y la descalificación del empleado público, al que tildan de
ineficiente, vago o militante con sueldo inmerecido. Sin embargo, el 44% cuenta
con formación universitaria, muy por encima del sector privado, que apenas
alcanza el 20%; y si sumamos secundario y universitario incompleto, el
porcentaje asciende al 89%. En promedio, tienen 14 años de estudio, superando
los 12 años promedio que se registran en el empleo privado formal. 6 de cada 10
empleados públicos en Argentina cubren áreas esenciales, como Salud, Educación
o Seguridad. Esta información, de la que nadie habla desde las tribunas de la
derecha, permite cambiar el eje del debate. Porque la calificación de la mano
de obra es la forma en que se mide la calidad de los bienes y servicios que,
tanto el Estado como las empresas, brindan. Y en este campo, sin duda y mal que
les pese, es el Estado el que lleva la ventaja.
Desde Buenos Aires, saludo a todos los oyentes de El Club de la Pluma.
LIDIA
INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Profesora de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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