CONGRESO DE TUCUMÁN Y NUEVA DEPENDENCIA
Soy Lidia Rodríguez Olives, y desde Buenos Aires saludo a todos los oyentes
de El Club de la Pluma.
Hoy es 9 de julio. Y en Argentina estamos recordando la declaración de
Independencia, declaración hecha en San Miguel de Tucumán, en 1816. Ese
Congreso tenía dos objetivos: declarar la Independencia y sancionar una
Constitución. Con el primero no hubo problemas, porque había un amplio
consenso. Pero la redacción de un texto constitucional nos llevó casi 40 años
de guerras civiles, con dos intentos fracasados que no hicieron más que
profundizar el conflicto. Y es esta incapacidad para controlar y organizar las
fuerzas e intereses desatados en el proceso emancipador lo que exige no sólo
festejos sino también reflexión.
Las Guerras Civiles argentinas giran en torno a la organización del Estado,
un Estado que nunca es neutral, sino que representa la ideología y los
intereses de los sectores que triunfan en el proceso de su formación. Según
Marcos Kaplan, “El Estado no es la expresión de una racionalidad trascendente o
inmanente a la sociedad (…) Es siempre, en última instancia, la expresión de un
sistema social determinado y el instrumento de las clases y facciones
hegemónicas y dominantes; corresponde a los intereses de estas, las expresa y
consolida”. Por lo tanto, no hay forma de comprender las complejidades de
nuestra independencia sin sumergirnos en el análisis de las causas de los
enfrentamientos, sin saber qué estaba en juego, qué modelos de Estado entraron en
colisión, o cómo se resolvieron, finalmente, las relaciones de mando y
obediencia.
El Virreinato del Río de la Plata (al que pertenecía Argentina) presentaba,
en 1750, un aspecto diferente al que tuvo después de la Revolución de 1810. El
sistema colonial, con su mercantilismo y proteccionismo, había permitido cierto
grado de desarrollo en las provincias del interior. Con abundancia de recursos
naturales y mano de obra, lejos de los puertos principales, su economía
prosperó. Abastecían el mercado interno y se integraban con otros circuitos y
regiones. A mediados del SXVIII, la región más dinámica era, sin duda, el
noroeste argentino. Mientras tanto, Buenos Aires sufría las consecuencias del
monopolio español. Su producción, principalmente cueros, no encontraba un
mercado apropiado en la metrópoli y los productos de consumo llegaban caros y
eran escasos. El contrabando fue, entonces, el deporte preferido de los
habitantes de esta ciudad… Declarada capital del Virreinato en 1776 y
habilitado su comercio con el resto de las colonias, las expectativas de sus
hacendados, comerciantes y financistas aumentaron: vender en cualquier mercado
y comprar en los más baratos fue la meta que se propusieron alcanzar.
Tras la derrota de los sectores más progresistas de la Revolución de 1810,
se impuso el libre comercio y los escritos de Belgrano, abogando por la
industrialización y el proteccionismo, fueron archivados en el fondo de la
Historia. El efecto fue inmediato: se amplió el mercado de cueros, aumentó el
valor de la tierra, creció el comercio, y hacendados y comerciantes
prosperaron.
Pero para las provincias del interior, la situación fue diferente. En esas
regiones, la ganadería era escasa. Y su producción manufacturera no podía
competir con la proveniente de una Inglaterra industrializada. Se inicia
entonces un proceso de disolución que estancará las economías regionales,
profundizado por la inundación de productos importados.
Quedan así delineados los intereses en pugna que serán el motor de nuestras
guerras civiles. Por un lado, las zonas ganaderas con epicentro en Buenos Aires;
con base en la producción de materias primas para la exportación; impulsoras
del libre comercio y de una economía dependiente y satelital de los principales
centros industriales, especialmente Inglaterra; dueñas del puerto y de los
recursos de su Aduana, fuente segura de financiamiento. Por otro, las
provincias del interior, con una producción manufacturera diversificada, pero
de escaso desarrollo tecnológico, que demandaba imperiosamente medidas
proteccionistas para poder sobrevivir, sin financiamiento genuino y con sus
circuitos comerciales destruidos por la fragmentación territorial que sobrevino
luego de la Revolución de 1810.
Para las provincias, estaba claro que su supervivencia dependía de la
capacidad para encuadrar a Buenos Aires, limitar su poder e impedir la
construcción de un gobierno centralizado. En tanto, Buenos Aires también sabía
que sus privilegios sólo se mantendrían si lograba obturar cualquier intento de
las provincias por lograr mayores espacios de poder. Entonces, el problema
económico se transformó en político, y adquirió solidez y significado cuando
las doctrinas de unitarios y federales plasmaron sus intereses económicos en
dos modelos de Estado antagónicos.
En esta larga disputa, la balanza se inclinó a favor de Buenos Aires.
Aferrada a las ventajas que le daban su posición geográfica privilegiada y los
recursos económicos derivados del usufructo exclusivo de la Aduana, Buenos
Aires logró diseñar un modelo económico para su beneficio, que arrastró a la
ruina al resto del territorio y condicionó de manera definitiva las
posibilidades de desarrollo futuro. La Aduana porteña financió Congresos, armó
ejércitos y compró voluntades. Y los ejemplos abundan.
En 1819 y en 1824, dos Congresos, ambos con representación de las
provincias, terminaron redactando constituciones unitarias ¿Cómo pudo ocurrir
tal cosa? Es que la situación del interior era tan precaria que no podían pagar
ni a sus propios diputados. Entonces, eran reemplazados por porteños o
financiados por Buenos Aires. Congresos armados de esta manera no podían dar un
resultado diferente al que dieron.
El 1 de febrero de 1820, las tropas conjuntas de Santa Fe, bajo las órdenes
de Estanislao López, y de Entre Ríos, comandadas por Francisco Ramírez (ambos
aliados de José Gervasio de Artigas), derrotaron a los ejércitos porteños en la
batalla de Cepeda. Buenos Aires parecía acabada. El gobierno del Directorio se
disolvió y era inminente la entrada de las tropas federales en la antigua
capital virreinal. Pero, sorpresivamente, López se retiró, traicionando a sus
aliados y salvando a Buenos Aires ¿Qué había ocurrido? El historiador Enrique
Barba nos explica: “Podían las provincias vencer a Buenos Aires, pero esta
parecía haber aprendido de sus admirados ingleses que se pueden perder todas
las batallas y que basta ganar la última, aunque esta no se libre en los campos
de Marte”. Es que en una operación más
económica que la guerra y más eficaz que esta, Buenos Aires compró la paz entregando
a López 25.000 cabezas de ganado. Con esto, mató dos pájaros de un tiro:
neutralizó al santafesino y quebró su alianza con Ramírez que, solo, nada pudo
hacer.
Se irá imponiendo así la hegemonía de una oligarquía formada por
terratenientes ganaderos, comerciantes, financistas, políticos y profesionales
vinculados al comercio exterior y a las inversiones extranjeras, ligados todos
ellos a los intereses de Gran Bretaña, que consigue dominar definitivamente la
economía argentina. Los caudillos del interior serán exterminados, sometidos o
incorporados al sistema a través de beneficios personales, prebendas y negociados.
Este modelo de economía dependiente y de hegemonía oligárquica se encuentra, a
mediados del SXIX, lo suficientemente consolidado como para permitir la sanción
de una Constitución federal. Para entonces, las decisiones fundamentales se
toman desde y para Buenos Aires, y los gobiernos provinciales se han convertido
en sus apéndices o agentes. El federalismo teórico se ha transformado en
unitarismo de hecho.
De la historia posterior, ya hablamos en otra columna: se implementó un modelo
agro exportador que limitó seriamente nuestras posibilidades de desarrollo;
Argentina se insertó como una economía dependiente de los centros industriales;
y la riqueza se concentró en una oligarquía que controlaba, también, el poder
político.
En el debate entre proteccionista y liberales, suelen decir estos últimos
que el libre comercio es la única forma de prosperidad; que aquellas economías
que no resisten la competencia deben desaparecer. Justifican así la resolución
de nuestras Guerras Civiles y defienden el modelo agro exportador, señalando
que era el único sector dinámico y competitivo. Sin embargo, no es eso lo que
nos muestra la Historia. La misma Inglaterra, cuya Revolución Industrial se
desarrolló, según Hobsbawm, a partir de las manufacturas de algodón, prohibió
en el SXVIII la importación de las telas que llegaban desde India, de alta
calidad y que abastecían a Europa. Los ingleses consumieron por un tiempo las
rústicas telas producidas en el país, mucho más caras que las importadas. Esta
medida proteccionista hizo posible que la industria local alcanzara la
competitividad necesaria para salir al mercado mundial. Lo mismo hicieron
Canadá, Estados Unidos y Australia. No fue el desconocimiento de lo que ocurría
en el mundo la causa de la elección de un modelo de atraso. En 1875 Rufino
Varela, Ministro de Hacienda de la Provincia de Buenos Aires, afirmaba en el
Congreso: “No conozco país alguno de la tierra donde la industria se haya
desarrollado sin protección. La Inglaterra, librecambista hoy por excelencia,
ha debido exclusivamente a la protección de sus industrias el grado de progreso
en que se encuentra”. Y si no fue la ignorancia, entonces fue la conveniencia.
La declaración de Independencia de 1816 quedó limitada al aspecto político. El
beneficio de unos pocos nos ató a una nueva dependencia y poco les importó
arruinar al resto.
En medio de los festejos de hoy, no podemos perder de vista que la
soberanía política es una abstracción sin independencia económica, y que esta
es insuficiente si no tenemos justicia social.
Desde Buenos Aires, un cálido abrazo a todos los oyentes de El Club de la
Pluma.
Profesora
de Historia - Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
1 comentario:
Excelente, como las anteriores columnas!!!
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