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domingo, 1 de septiembre de 2024

EL PODER JUDICIAL: UN PROBLEMA DE AYER Y SIEMPRE - PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

 

EL PODER JUDICIAL:

UN PROBLEMA DE AYER Y SIEMPRE

 

 

 Desde Buenos Aires, saludo a los oyentes de El Club de la Pluma. Soy Lidia Rodríguez Olives

 

 Recordábamos en la última columna que en las atrocidades que se cometieron durante el Proceso de 1976, los militares no estuvieron solos. Tenemos pendiente juzgar a empresas y empresarios. Porque cuando el Terrorismo de Estado se entroniza ejerciendo indiscriminadamente violencia contra la sociedad, son varios los responsables.

 

 La Dictadura de 1976 también fue apoyada por jueces, abogados y fiscales que contribuyeron a consolidar un sistema de torturas, desapariciones, asesinatos y depredación. Uno puede tomar el Golpe de 1976 como un hecho aislado y atípico; o bien, puede ponerlo en perspectiva histórica. Desde esta mirada veremos que la tan mentada independencia del Poder Judicial siempre ha sido y sigue siendo una ficción; una bandera que encubre un ideario conservador y elitista, siempre dispuesto a interpretar el Derecho en función de intereses minoritarios y del control social.

 

 La Justicia argentina tuvo un papel relevante durante la Dictadura y, dentro de su estructura, el Fuero Federal fue el más activo. Denegó Hábeas Corpus; confirmó la validez de normas represivas; se negó a investigar las denuncias que llegaban a sus juzgados; instruyó causas fraudulentas para extorsionar empresarios; persiguió a jueces de instancias inferiores que realizaban instrucciones penales; participó en maniobras de ocultamiento de cadáveres y se negó a investigar las causas de esas muertes; fue cómplice de la apropiación ilegal de menores; prestó ayuda para interrogar y torturar detenidos y delató a abogados comprometidos con causas de Derechos Humanos. A pesar de este frondoso prontuario, hasta 2015, sólo 129 funcionarios judiciales fueron vinculados a alguna práctica terrorista. 99 de ellos fueron denunciados penalmente, 53 formalmente imputados, pero sólo 1 condenado. El resto continuó en funciones. Porque la “familia judicial” se protege y ningún poder se controla a sí mismo.

 

 La Dictadura conjugó una coalición de sectores conservadores y liberales que se proponían refundar la Argentina sobre las bases del orden y el control social. Se trataba de disciplinar a la clase trabajadora y a sus organizaciones y restaurar las jerarquías y valores tradicionales, tanto en lo público como en lo privado. Como en otras dictaduras, los liberales conducirán la economía, mientras los conservadores lo harán con la justicia y la educación. Por eso, no es asombroso que la nueva Corte Suprema haya jurado por los Objetivos Básicos y el Estatuto del Proceso de Reorganización Nacional. Tampoco, que haya quedado conformada por jueces promovidos o designados por otras dictaduras y jubilados por el gobierno peronista en 1973. Y menos asombroso resulta su vinculación con el catolicismo más rancio, como es el caso de Alejandro Caride, miembro del Opus Dei; o de Federico Videla Escalada, socio de la Corporación de abogados católicos; y también de Pedro Frías, representante ante el Vaticano del gobierno de Onganía.

 

 No fue la casualidad sino su “complicidad militante” la que llevó a esta Corte a establecer que las Actas Institucionales y el Estatuto para el Proceso de Reorganización Nacional eran normas que se integraban a la Constitución en la medida en que subsistieran las causas que habían dado legitimidad a esas normas de facto. También por “complicidad militante” se extendió el estado de sitio y se eliminó el derecho de opción a salir del país durante su vigencia, se convalidó la justicia militar para juzgar civiles, aduciendo que (y cito) “los civiles juzgados no demostraron los errores en que los jueces militares podían haber incurrido ni que el fallo hubiese sido diferente si se tratara de un tribunal civil”. La “justicia militante” rechazó 5487 pedidos de Habeas Corpus.

 

 Estos “Apóstoles de la Dictadura”, comprometidos en difundir su evangelio, también colaboraron para hacer posible el plan económico de Martínez de Hoz. Dotando al gobierno de la mayor discrecionalidad posible, dedicaron su energía a restaurar el orden, las jerarquías y la disciplina laboral, aunque esto significara el cercenamiento de derechos adquiridos. Ocurrió con la sanción de la “Ley de Prescindibilidad” 21274, que permitió despedir sin fundamento a 200 mil agentes del Estado, en abierta violación del artículo 14 bis de la Constitución que establece la estabilidad del empleado público.

 

 La Corte confirmó esas bajas, argumentando que las atribuciones gubernamentales “deben reconocerse con amplitud”, a fin de permitir la “depuración” y la “reducción” de la planta, sin que esto pueda revisarse en la justicia.  Una gran cantidad de fallos están dirigidos a garantizar el poder disciplinario de los empleadores. Mientras rechazaba pedidos de licencia de delegados gremiales, reconocía al empresario el derecho a modificar unilateralmente las condiciones del contrato de trabajo. Los benefició avalando la suspensión del derecho de huelga, los despidos de gente privada ilegalmente de su libertad y la reducción de las indemnizaciones.

 

 Una desearía poder decir que este comportamiento vergonzante fue una excepción, un paréntesis en su recorrido histórico. Pero no es así. Una mirada retrospectiva nos muestra que el Poder Judicial siempre fue favorable a reconocer la fuerza jurídica de los actos normativos de los gobiernos de facto. También, que no sólo nunca confrontó con los poderes oligárquicos, sino que estuvo a su entero servicio.

 

 Podemos remontarnos a 1861, cuando el gobernador de Buenos Aires, Bartolomé Mitre, derrocó al gobierno constitucional y de Santiago Derqui en la Batalla de Pavón. Mitre asumió, de hecho, la conducción nacional antes de ser electo presidente, y todos sus actos, avalados por la Corte. No tuvieron la misma suerte los revolucionarios Radicales de 1893 que, habiendo triunfado en Santa Fe y San Luis, reclamaron su formal reconocimiento. Pero la Corte respaldó la intervención federal a esas provincias argumentando que “la fuerza no constituye derecho”. Sin embargo, este antecedente fijado por su propia doctrina no les impidió en 1930 avalar con una Acordada y sin que nadie se los pidiera, el Golpe de Estado contra Yrigoyen. Queda claro que, más allá de su cacareada independencia, tanto la Corte como la justicia argentina conforman una corporación política en defensa de determinados intereses. Y esto no es una excepción: es la regla. Lo volverán a hacer en 1943, en 1955, en 1966 y en 1976. No sólo dotarán de legitimidad a gobiernos de facto, sino que asegurarán la permanencia de las normas por ellos sancionadas. En 1990 y bajo un gobierno supuestamente democrático, el fallo 209:274 estableció por unanimidad que, “Ante decisiones más o menos recurrentes que se apoyan en el principio de ilegitimidad de los actos de los gobernantes de facto y cuestionan o niegan que ellos puedan generar derechos subjetivos, debe optarse por la seguridad jurídica aceptando su validez, aún en contra de nuestras valoraciones, afectivas o ideológicas, en favor de la democracia”.

 

 La Justicia no es un elemento más de la democracia: es su pilar fundante. Por ello resulta imperativo abrir el debate sobre la necesidad de reformarla. Debemos comprender que las estructuras y redes de un Poder Judicial ideológicamente conservador y cómplice en la práctica de gobiernos autoritarios y del capital concentrado, siguen vigentes. Lo vemos en los procesos que “duermen” o se “aceleran” según quién sea el demandante o el demandado, beneficiando, por ejemplo, a Macri, cuya deuda con el Estado lleva más de 20 años esperando una resolución. Lo vemos en la utilización permanente de la doctrina de “arbitrariedad de la sentencia” que, aplicada desde principios del SXX, permite a la Corte analizar y fallar en casos que no son constitucionalmente de su competencia, erigiéndola en árbitro supremo de cualquier conflicto y afectando decisiones de gobiernos soberanos. Así, en 2018, la prepaga OSDE pudo evitar el pago de los costos que implicaban el tratamiento de un paciente con Trastorno Generalizado del Desarrollo, pagos a los que estaba obligada por un fallo en Primera Instancia confirmado por la Cámara de Apelación. También lo vemos hoy en los fallos que subordinan los derechos sociales a la emergencia económica o al derecho de propiedad, haciéndolos ver como un privilegio. En marzo de 2024, la Corte Suprema, respaldada por todo el arco empresario, sepultó el interés compuesto para el cálculo de indemnizaciones, disminuyendo considerablemente el monto de las mismas.

 

 Es que mientras no reformemos este Poder Judicial corrompido desde sus bases y su historia, fiscales como Carlos Stornelli, yerno en primera instancia del represor Llamil Reston y prófugo de la justicia, seguirán en sus puestos sirviendo al poder real, como hizo el 12 de junio de 2024 con los detenidos en la manifestación contra la Ley de Bases, a los que privó de su libertad acusándolos de incitación a la violencia, delitos contra los poderes públicos y el orden constitucional, intimidación pública e intento de Golpe de Estado. Todo esto fundamentado en notas aparecidas en Clarín, La Nación y en un twit oficial. También será posible que jueces como Ariel Lijo, que ostenta como antecedente ser el magistrado más denunciado en la justicia y el que menos causas elevó a juicio (entre ellas la del Correo Argentino), sean premiados con su postulación para la Corte suprema.

 

 El odio es enemigo de la razón y, alimentado por las pasiones más bajas, hizo posible que estemos donde estamos. Su fuerza destructiva nos ha llevado a lugares antes impensados, donde recuperar la razón no sólo es una cuestión ética, sino que resulta imprescindible para la supervivencia misma del cuerpo social.

 

 Desde Buenos Aires, les mando un gran abrazo a todos los oyentes de El Club de la Pluma

 

PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

Profesora de Historia

Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO

 

 

 

 

 

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