JULIO
ARGENTINO ROCA: EL ADMIRADO DE MILEI
Soy Lidia
Rodríguez Olives y, desde Buenos Aires, saludo a los amigos de El Club de la
Pluma
No hace mucho,
Milei descubría en el Salón de los Patriotas de la Casa Rosada el busto de
Carlos Menem, ubicado muy cerca del de Julio Roca. A esta altura, a nadie
debería llamarle la atención que personajes tan separados en el tiempo
compartan un espacio común. Porque no los une el tiempo: los une la admiración
que les profesa el presidente y la ideología que comparten. Comparándose con
esos personajes, Milei dijo que, tanto Roca como Menem, trataron de sacar al
país de la “barbarie” y poner a la Argentina de pie. Al menemismo ya le
dedicamos una columna. Hoy es el turno de Julio Argentino Roca.
Tal vez el éxito
más resonante que se le atribuye sea la “Conquista” de la Patagonia, la
consolidación de la soberanía nacional sobre esas tierras y el triunfo de la
“Civilización”. El relato construido por los liberales la presenta como el
inicio de un progreso que se extenderá, sin interrupción, hasta la llegada del
radicalismo, en 1916; como la concreción de las ideas de Alberdi y Sarmiento,
donde la barbarie y el desierto fueron derrotados. Sin embargo, la Historia
dice otra cosa.
La campaña de
exterminio llevada adelante por Roca se justificó sobre la existencia de un
solo arquetipo indígena: el del indio “malonero”, que destruye, saquea e impide
el avance del progreso. Así resultó fácil, tanto en ese momento como en la
Historia posterior, identificarlo como enemigo, estigmatizarlo y justificar su muerte
como una necesidad para la propia supervivencia. Pero si algo caracterizaba a
las sociedades indígenas de nuestro sur era su marcada heterogeneidad.
Los primeros
gobiernos patrios, envueltos en permanentes luchas externas e internas, habían
reducido la ocupación de la Patagonia a determinados puntos costeros,
facilitando así la expansión chilena en la zona más austral. En 1843 habían
fundado Fuerte Bulnes cuya población, 6 años después, fue trasladada a Punta
Arenas. Desde ese punto estratégico Chile planeaba avanzar sobre la margen sur
del río Santa Cruz. Tal vez, a algunos argentinos les suene el nombre de Luis
Piedra Buena. Otros pocos sabrán que, en 1859, fundó una factoría en la isla
Pavón, donde izó la bandera argentina y detuvo el avance de Chile sobre esos
territorios.
Pero nos costará
encontrar a alguien que sepa que no lo hizo solo: peleó codo a codo con
Casimiro Biguá, cacique tehuelche que, con su gente, defendió nuestra
soberanía. En la segunda mitad del siglo XIX, todos los caciques al sur del Río
Negro se consideraban “argentinos” y reconocían la autoridad del gobierno
nacional.
Y esto nunca fue
una simple declamación. En 1863, el cacique Sayhueque había firmado un tratado
de apoyo mutuo con el gobierno nacional por el que se comprometía, junto con su
gente, en la defensa de Carmen de Patagones. Casimiro Biguá hizo lo propio en
1866 y sobre él recayó la defensa de las costas y el interior patagónico.
A cambio, el
gobierno se comprometía a distribuir anualmente raciones destinadas a las
poblaciones indígenas. Esta convivencia pacífica dio lugar a un rico
intercambio de ganado, pieles, plumas de avestruz y mantas por vestimenta y
otros artículos de consumo.
Al norte del Río
Negro el paisaje era todavía más complejo. La cantidad y variedad de recursos
de los valles cordilleranos había facilitado el asentamiento de varios grupos
poblacionales que, en el siglo XIX, se dedicaban al pastoreo, a la cría de
ganado y al comercio. Lejos de la imagen de “salvajes” transmitida por la
historiografía liberal, estos pueblos actuaron como eficientes intermediarios
en el comercio entre las estancias de la Provincia de Buenos Aires y el mercado
chileno. Por ese camino circulaba la sal proveniente de Neuquén y de las Salinas
Grandes, imprescindible para la conservación de los rebaños y el consumo
humano. También se intercambiaban animales y tejidos por cereales y productos
europeos. Por otra parte, la radicación estable permitió el desarrollo de la
agricultura y la aparición de áreas de trabajo especializado dedicadas, por
ejemplo, a la platería.
El malón,
entonces, fue una expresión minoritaria entre los pueblos originarios,
utilizado, además, por diferentes gobiernos en la guerra contra sus enemigos,
como lo hizo Urquiza desde la Confederación, que financió malones para diezmar
los recursos económicos del Estado de Buenos Aires. Las causas de la campaña de
Roca deben buscarse entonces en los intereses de los estancieros que, en el
marco de un capitalismo dependiente, percibieron como un gran negocio ampliar
sus dominios con la incorporación de nuevas tierras, tanto para la producción
como para la especulación. Ni la “zanja” defensiva que Alsina ideara en 1876 ni
la Ley de Fronteras de 1878 resultaron entonces suficientes. Apoyaron
calurosamente el programa de Roca, que proponía, en un corto plazo, “barrer
sistemáticamente” el territorio, reducir a la población indígena e incorporar
las tierras que estaban en su poder. Y con mayor entusiasmo todavía, apoyaron
la Ley 947 de 1878, que los tendría como sus principales beneficiarios.
Por esa ley se
autorizó la emisión de un empréstito por $1.600.000, cuyo rescate se haría
mediante la entrega de las tierras públicas en los territorios por conquistar.
Los títulos tenían un valor de $400 y daban derecho a 10.000 hectáreas. Con
este dinero se financió la campaña, accediendo a la compra de equipos,
vituallas y armamento. Pero significó el enajenamiento de 10 millones de
hectáreas de tierras públicas, que fueron distribuidas entre hacendados de la
Provincia de Buenos Aires y especuladores. El paisaje patagónico se llenaría
así de latifundios y Alberdi, con su famoso “gobernar es poblar”, sería descartado
en aras de los intereses particulares. En 1884, 50 personas, entre los que se encontraban
los Martínez de Hoz, Cambaceres, Del Carril, Castex, Argerich, Serantes, Stegman,
Olivera, Madero y Casares eran propietarios de unidades de más de 40 mil
hectáreas en las zonas más aptas. Mientras tanto, algunos de los antiguos
pobladores fueron trasladados a reservas ubicadas en las zonas más inhóspitas,
lo que aumentó la marginalidad y la pobreza. Otros, obligados a trabajar en el
ejército y en las fábricas, mientras sus mujeres e hijos eran entregados a
importantes familias porteñas para ocuparlos en el servicio personal.
La organización
administrativa de las nuevas tierras fue establecida por la Ley 1532 de 1884.
Se crearon así los Territorios Nacionales de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa
Cruz y Tierra del Fuego, como también los de Chaco, Formosa, Misiones y La
Pampa. Y aunque esto parezca una cuestión menor, no lo es en absoluto. Carentes
de autonomía, dependían del Poder Ejecutivo Nacional quien, con acuerdo del
Senado, nombraba a sus gobernadores por el término de 3 años, repartía tierras,
recaudaba las rentas y fijaba impuestos. Sus habitantes no tuvieron derechos
políticos hasta la llegada del peronismo, por lo que no votaban en elecciones
nacionales y no tenían representación alguna en el Congreso. Pero el PEN tenía
un solo objetivo: el desarrollo del modelo agro-exportador que beneficiaba,
exclusivamente, a la Pampa húmeda y al litoral. Prueba de ello es el fracaso de
la Ley de Fomento de los Territorios Nacionales que, en 1908, presentó el
Ministro de Obras Públicas de Figueroa Alcorta, Ezequiel Ramos Mexía. Proponía
que el Estado se hiciese cargo de la construcción de líneas férreas que
cruzaran longitudinalmente la Patagonia; que construyese obras para canalizar
los ríos y regular sus crecientes; que vendiera tierras públicas para una
efectiva colonización y poblamiento de la zona; que atendiera al
aprovechamiento energético de distintas corrientes fluviales. Pero el Congreso
rechazó el proyecto acusando a Ramos Mexía de “abusos y derroche”. Fue
interpelado en 1912 y obligado a renunciar.
Marginados del
modelo nacional, las importantes reservas de fauna marina y el descubrimiento
de yacimientos de oro en Cabo Vírgenes, incentivaron en estos territorios la
penetración colonialista extranjera. Un ejemplo relevante es el de Julius
Popper, que consiguió del gobierno nacional grandes concesiones sobre
yacimientos auríferos, fundó la empresa Lavaderos de Oro del Sud y construyó un
verdadero imperio, con guardia armada y uniformada, sellos postales y moneda
propia, además de hacerse famoso por desterrar y matar nativos. También la
aptitud de la tierra para la cría de ovejas incentivó las inversiones extranjeras
en el montaje de grandes estancias. En el área magallánica y hacia fines del
siglo XIX, la presencia de estos establecimientos estuvo precedida por una
matanza indiscriminada de indígenas de la región, que ni siquiera fue noticia
en Buenos Aires.
La tan renombrada
y mal llamada “Campaña al Desierto” fue entonces un fracaso en varios frentes.
La Patagonia siguió siendo un territorio escasamente poblado, con una densidad
demográfica promedio por debajo de un habitante por kilómetro cuadrado.
Explotada por extranjeros, carecía de infraestructura, de escuelas y sistema
sanitario, sin que gobierno alguno de ese período se hiciese cargo de ello. Alberdi
murió en 1884, no sin antes presentir que su proyecto había fracasado. También
fracasó Sarmiento porque la Campaña, más que civilización, abrió las puertas a
la más absoluta barbarie. El derecho privado a matar, la primacía de la ley del
más fuerte, la explotación inhumana de los más débiles y los intereses
individuales por encima de los de la Nación se impusieron en la Patagonia.
El mito no es
Historia. Y bueno sería que los argentinos nos fuéramos enterando.
Les mando un
saludo cálido a los oyentes de El Club de la Pluma
PROF.
LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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