RADIO EL CLUB DE LA PLUMA

lunes, 10 de junio de 2024

JULIO ARGENTINO ROCA: EL ADMIRADO DE MILEI - PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

 

JULIO ARGENTINO ROCA: EL ADMIRADO DE MILEI

 

 

 Soy Lidia Rodríguez Olives y, desde Buenos Aires, saludo a los amigos de El Club de la Pluma

 

 No hace mucho, Milei descubría en el Salón de los Patriotas de la Casa Rosada el busto de Carlos Menem, ubicado muy cerca del de Julio Roca. A esta altura, a nadie debería llamarle la atención que personajes tan separados en el tiempo compartan un espacio común. Porque no los une el tiempo: los une la admiración que les profesa el presidente y la ideología que comparten. Comparándose con esos personajes, Milei dijo que, tanto Roca como Menem, trataron de sacar al país de la “barbarie” y poner a la Argentina de pie. Al menemismo ya le dedicamos una columna. Hoy es el turno de Julio Argentino Roca.

 

 Tal vez el éxito más resonante que se le atribuye sea la “Conquista” de la Patagonia, la consolidación de la soberanía nacional sobre esas tierras y el triunfo de la “Civilización”. El relato construido por los liberales la presenta como el inicio de un progreso que se extenderá, sin interrupción, hasta la llegada del radicalismo, en 1916; como la concreción de las ideas de Alberdi y Sarmiento, donde la barbarie y el desierto fueron derrotados. Sin embargo, la Historia dice otra cosa.

 

 La campaña de exterminio llevada adelante por Roca se justificó sobre la existencia de un solo arquetipo indígena: el del indio “malonero”, que destruye, saquea e impide el avance del progreso. Así resultó fácil, tanto en ese momento como en la Historia posterior, identificarlo como enemigo, estigmatizarlo y justificar su muerte como una necesidad para la propia supervivencia. Pero si algo caracterizaba a las sociedades indígenas de nuestro sur era su marcada heterogeneidad.

 

 Los primeros gobiernos patrios, envueltos en permanentes luchas externas e internas, habían reducido la ocupación de la Patagonia a determinados puntos costeros, facilitando así la expansión chilena en la zona más austral. En 1843 habían fundado Fuerte Bulnes cuya población, 6 años después, fue trasladada a Punta Arenas. Desde ese punto estratégico Chile planeaba avanzar sobre la margen sur del río Santa Cruz. Tal vez, a algunos argentinos les suene el nombre de Luis Piedra Buena. Otros pocos sabrán que, en 1859, fundó una factoría en la isla Pavón, donde izó la bandera argentina y detuvo el avance de Chile sobre esos territorios.

 Pero nos costará encontrar a alguien que sepa que no lo hizo solo: peleó codo a codo con Casimiro Biguá, cacique tehuelche que, con su gente, defendió nuestra soberanía. En la segunda mitad del siglo XIX, todos los caciques al sur del Río Negro se consideraban “argentinos” y reconocían la autoridad del gobierno nacional.

 Y esto nunca fue una simple declamación. En 1863, el cacique Sayhueque había firmado un tratado de apoyo mutuo con el gobierno nacional por el que se comprometía, junto con su gente, en la defensa de Carmen de Patagones. Casimiro Biguá hizo lo propio en 1866 y sobre él recayó la defensa de las costas y el interior patagónico.

 A cambio, el gobierno se comprometía a distribuir anualmente raciones destinadas a las poblaciones indígenas. Esta convivencia pacífica dio lugar a un rico intercambio de ganado, pieles, plumas de avestruz y mantas por vestimenta y otros artículos de consumo.

 

 Al norte del Río Negro el paisaje era todavía más complejo. La cantidad y variedad de recursos de los valles cordilleranos había facilitado el asentamiento de varios grupos poblacionales que, en el siglo XIX, se dedicaban al pastoreo, a la cría de ganado y al comercio. Lejos de la imagen de “salvajes” transmitida por la historiografía liberal, estos pueblos actuaron como eficientes intermediarios en el comercio entre las estancias de la Provincia de Buenos Aires y el mercado chileno. Por ese camino circulaba la sal proveniente de Neuquén y de las Salinas Grandes, imprescindible para la conservación de los rebaños y el consumo humano. También se intercambiaban animales y tejidos por cereales y productos europeos. Por otra parte, la radicación estable permitió el desarrollo de la agricultura y la aparición de áreas de trabajo especializado dedicadas, por ejemplo, a la platería.   

 

 El malón, entonces, fue una expresión minoritaria entre los pueblos originarios, utilizado, además, por diferentes gobiernos en la guerra contra sus enemigos, como lo hizo Urquiza desde la Confederación, que financió malones para diezmar los recursos económicos del Estado de Buenos Aires. Las causas de la campaña de Roca deben buscarse entonces en los intereses de los estancieros que, en el marco de un capitalismo dependiente, percibieron como un gran negocio ampliar sus dominios con la incorporación de nuevas tierras, tanto para la producción como para la especulación. Ni la “zanja” defensiva que Alsina ideara en 1876 ni la Ley de Fronteras de 1878 resultaron entonces suficientes. Apoyaron calurosamente el programa de Roca, que proponía, en un corto plazo, “barrer sistemáticamente” el territorio, reducir a la población indígena e incorporar las tierras que estaban en su poder. Y con mayor entusiasmo todavía, apoyaron la Ley 947 de 1878, que los tendría como sus principales beneficiarios.

 

 Por esa ley se autorizó la emisión de un empréstito por $1.600.000, cuyo rescate se haría mediante la entrega de las tierras públicas en los territorios por conquistar. Los títulos tenían un valor de $400 y daban derecho a 10.000 hectáreas. Con este dinero se financió la campaña, accediendo a la compra de equipos, vituallas y armamento. Pero significó el enajenamiento de 10 millones de hectáreas de tierras públicas, que fueron distribuidas entre hacendados de la Provincia de Buenos Aires y especuladores. El paisaje patagónico se llenaría así de latifundios y Alberdi, con su famoso “gobernar es poblar”, sería descartado en aras de los intereses particulares. En 1884, 50 personas, entre los que se encontraban los Martínez de Hoz, Cambaceres, Del Carril, Castex, Argerich, Serantes, Stegman, Olivera, Madero y Casares eran propietarios de unidades de más de 40 mil hectáreas en las zonas más aptas. Mientras tanto, algunos de los antiguos pobladores fueron trasladados a reservas ubicadas en las zonas más inhóspitas, lo que aumentó la marginalidad y la pobreza. Otros, obligados a trabajar en el ejército y en las fábricas, mientras sus mujeres e hijos eran entregados a importantes familias porteñas para ocuparlos en el servicio personal.

 

 La organización administrativa de las nuevas tierras fue establecida por la Ley 1532 de 1884. Se crearon así los Territorios Nacionales de Neuquén, Río Negro, Chubut, Santa Cruz y Tierra del Fuego, como también los de Chaco, Formosa, Misiones y La Pampa. Y aunque esto parezca una cuestión menor, no lo es en absoluto. Carentes de autonomía, dependían del Poder Ejecutivo Nacional quien, con acuerdo del Senado, nombraba a sus gobernadores por el término de 3 años, repartía tierras, recaudaba las rentas y fijaba impuestos. Sus habitantes no tuvieron derechos políticos hasta la llegada del peronismo, por lo que no votaban en elecciones nacionales y no tenían representación alguna en el Congreso. Pero el PEN tenía un solo objetivo: el desarrollo del modelo agro-exportador que beneficiaba, exclusivamente, a la Pampa húmeda y al litoral. Prueba de ello es el fracaso de la Ley de Fomento de los Territorios Nacionales que, en 1908, presentó el Ministro de Obras Públicas de Figueroa Alcorta, Ezequiel Ramos Mexía. Proponía que el Estado se hiciese cargo de la construcción de líneas férreas que cruzaran longitudinalmente la Patagonia; que construyese obras para canalizar los ríos y regular sus crecientes; que vendiera tierras públicas para una efectiva colonización y poblamiento de la zona; que atendiera al aprovechamiento energético de distintas corrientes fluviales. Pero el Congreso rechazó el proyecto acusando a Ramos Mexía de “abusos y derroche”. Fue interpelado en 1912 y obligado a renunciar.

 

 Marginados del modelo nacional, las importantes reservas de fauna marina y el descubrimiento de yacimientos de oro en Cabo Vírgenes, incentivaron en estos territorios la penetración colonialista extranjera. Un ejemplo relevante es el de Julius Popper, que consiguió del gobierno nacional grandes concesiones sobre yacimientos auríferos, fundó la empresa Lavaderos de Oro del Sud y construyó un verdadero imperio, con guardia armada y uniformada, sellos postales y moneda propia, además de hacerse famoso por desterrar y matar nativos. También la aptitud de la tierra para la cría de ovejas incentivó las inversiones extranjeras en el montaje de grandes estancias. En el área magallánica y hacia fines del siglo XIX, la presencia de estos establecimientos estuvo precedida por una matanza indiscriminada de indígenas de la región, que ni siquiera fue noticia en Buenos Aires.

 

 La tan renombrada y mal llamada “Campaña al Desierto” fue entonces un fracaso en varios frentes. La Patagonia siguió siendo un territorio escasamente poblado, con una densidad demográfica promedio por debajo de un habitante por kilómetro cuadrado. Explotada por extranjeros, carecía de infraestructura, de escuelas y sistema sanitario, sin que gobierno alguno de ese período se hiciese cargo de ello. Alberdi murió en 1884, no sin antes presentir que su proyecto había fracasado. También fracasó Sarmiento porque la Campaña, más que civilización, abrió las puertas a la más absoluta barbarie. El derecho privado a matar, la primacía de la ley del más fuerte, la explotación inhumana de los más débiles y los intereses individuales por encima de los de la Nación se impusieron en la Patagonia.  

 

 El mito no es Historia. Y bueno sería que los argentinos nos fuéramos enterando.

 

 Les mando un saludo cálido a los oyentes de El Club de la Pluma


PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES

Profesora de Historia

 Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO

 

 

 

 

 

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