GOBERNAR UN
PAIS CAPTURADO
POR LA EXTREMA DERECHA
Apreciados compañeros, amigos y
escuchas de El Club de La Pluma. Desde Colombia los saluda Mauricio Ibáñez, con
nuestro acostumbrado abrazo por la unidad latinoamericana.
El día de hoy quiero dar
lectura a un texto publicado por el Dr. Carlos Medina Gallego, Historiador,
Analista Político y profesor de la Universidad Nacional de Colombia, en su
página de Facebook.
Gobernar desde una posición
progresista en un país como Colombia no es solamente una cuestión de voluntad
política o de diseñar buenos programas de gobierno. Es, ante todo, una lucha
contra un sistema profundamente enquistado, estructuralmente diseñado para
resistir cualquier intento de transformación real. La promesa del cambio choca
con un poder que no es solamente oposición parlamentaria, sino una amalgama de
intereses económicos, militares, judiciales, mediáticos y criminales que han
aprendido a actuar en bloque para garantizar la conservación de sus
privilegios. Un gobierno que intente revertir esa lógica se encontrará frente a
un cerco implacable.
1. La democracia secuestrada
Uno de los principales
obstáculos para un gobierno progresista es que, aunque haya ganado las
elecciones presidenciales, el sistema político en su conjunto está capturado
por sectores conservadores y de extrema derecha. El Congreso de la República,
cooptado por clientelas, partidos tradicionales y bancadas que no representan
los intereses populares sino los de los gremios, el capital financiero, las
iglesias y los clanes regionales, se convierte en un dique contra toda
iniciativa de reforma estructural.
Las reformas fundamentales
–como las pensionales, laborales, de salud o agrarias– son torpedeadas no solo
por ideología, sino por el temor de estas élites a perder control sobre los
recursos del Estado. En ese escenario, el Congreso deja de ser un espacio de
deliberación democrática y se transforma en una maquinaria de chantaje
político, donde cada voto tiene precio y cada debate es una negociación de
intereses.
2. Las altas cortes como
trincheras del viejo régimen
Pero no basta con controlar el
Legislativo. Las élites han extendido sus tentáculos a la rama judicial, y en
particular, a las altas cortes. La Corte Constitucional, el Consejo de Estado y
la Corte Suprema han sido infiltradas por una lógica de reparto burocrático,
cuotas partidistas y favores mutuos. Jueces y magistrados, lejos de ser
garantes de la justicia y el equilibrio de poderes, operan como factores de
poder que bloquean, ralentizan o sabotean las iniciativas gubernamentales bajo
el ropaje de la técnica jurídica.
Se judicializa la política como
mecanismo de guerra: cualquier reforma, cualquier acto del Ejecutivo que toque
privilegios, es denunciado como inconstitucional, populista o autoritario. Se
acude a tutelas, demandas, suspensiones preventivas, y todo el aparato judicial
actúa como contención institucional contra el cambio. No se trata de justicia,
sino de poder.
3. La conspiración mediática:
la mentira como arma de guerra
En paralelo, el ecosistema
mediático funciona como el brazo armado de la reacción. Los grandes medios de
comunicación, en manos de conglomerados económicos que han lucrado
históricamente del Estado, lanzan campañas sistemáticas de desprestigio contra
el gobierno, sus funcionarios y sus iniciativas. Se manipula la información, se
tergiversan datos, se repiten mentiras hasta convertirlas en sentido común.
Los medios construyen un relato
en el que el gobierno progresista es incapaz, corrupto, autoritario, amigo de
criminales o cómplice de la violencia. No importa la realidad. Importa el
relato. Es una guerra cultural y simbólica en la que se busca aislar al
gobierno de su base social, sembrar desesperanza, generar confusión y alimentar
el odio. La prensa no informa: combate.
4. El aparato militar y
policial: entre la desobediencia y la connivencia
Un gobierno progresista también
debe enfrentar la resistencia interna de las fuerzas armadas y de policía.
Cuerpos entrenados en la doctrina del enemigo interno, moldeados durante
décadas por una visión anticomunista, elitista y autoritaria, miran con recelo
a cualquier presidente que hable de derechos humanos, paz, justicia social o
reforma del aparato represivo.
Muchos altos mandos boicotean
en silencio las órdenes del Ejecutivo, filtran información a la prensa hostil,
sabotean políticas de seguridad humana y mantienen alianzas con redes ilegales.
La connivencia entre sectores de la fuerza pública y el crimen organizado –en
particular con el narcotráfico y el paramilitarismo– sigue siendo una realidad
inconfesable que debilita la capacidad del Estado para gobernar con soberanía.
5. Un Estado desarticulado, una
burocracia corrompida
Colombia no es solo un país de
instituciones capturadas, sino también de instituciones que funcionan mal. El
Estado ha sido intencionalmente debilitado en nombre del “modelo eficiente”
neoliberal: privatización, tercerización, contratos temporales, burocracia
clientelista. Un gobierno que quiera transformar se encuentra atado a una
maquinaria administrativa que responde más a favores políticos que a planes de
desarrollo.
No hay una tecnocracia leal al
proyecto de país. Hay funcionarios que sabotean desde adentro, que retardan la
ejecución presupuestal, que incumplen órdenes, que filtran información, que
responden a padrinos políticos antes que a su jerarquía institucional. Gobernar
es nadar contra una corriente de intereses, mafias y mediocridades enquistadas.
6. La oposición: una alianza
entre políticos, banqueros y mafias
La oposición en Colombia no es
simplemente un bloque parlamentario. Es un entramado de poder que articula
partidos tradicionales, sectores empresariales, grandes bancos, medios de
comunicación, iglesias, mafias territoriales y redes paramilitares. Es un
régimen que no se resigna a dejar el poder y que está dispuesto a usar cualquier
medio –legal o ilegal– para desgastar al gobierno y preparar su retorno.
Las estrategias van desde el
sabotaje legislativo hasta el uso de la justicia para perseguir funcionarios
del Ejecutivo, pasando por campañas de desinformación, incitación a la protesta
desestabilizadora, alianzas internacionales para presionar políticamente al
país y hasta la promoción de golpes institucionales. En Colombia, la oposición
no compite: conspira.
7. Un país atravesado por el
odio estructural
Todo esto ocurre en un país
donde el odio ha sido sembrado durante generaciones. El odio al diferente, al
pobre que reclama, al indígena que resiste, al negro que se organiza, a la
mujer que protesta, al joven que sueña. Un odio funcional a las élites que lo
han cultivado desde la educación, la religión, los medios y la guerra.
Colombia no es solo un país
violento, sino una sociedad estructuralmente vengativa. La paz es sospechosa.
El diálogo es visto como debilidad. La protesta se criminaliza. En ese
contexto, cualquier gobierno que apueste por la justicia social debe hacerlo no
solo contra los poderes fácticos, sino contra una cultura política
profundamente antiliberal, autoritaria y clasista.
8. La ciudadanía desmovilizada
y fragmentada
Uno de los grandes dramas que
enfrenta un gobierno progresista es que, al llegar al poder, las bases
populares que lo apoyaron tienden a desmovilizarse. Muchos piensan que al ganar
la presidencia se resolvió todo, cuando en realidad es apenas el inicio de la
disputa. La calle se vacía, la presión social se diluye, y el gobierno queda
solo ante la embestida de los poderes tradicionales.
Peor aún: las divisiones
internas entre sectores progresistas, los egos, los sectarismos y los cálculos
personales hacen que incluso las fuerzas del cambio se fragmenten. Se pierden
energías en disputas menores mientras la derecha actúa con frialdad estratégica
y cohesión.
9. La urgencia del poder
constituyente
Ante este panorama, queda claro
que un gobierno progresista no puede gobernar solamente desde la legalidad
establecida. El régimen está diseñado para impedir el cambio. Por eso, resulta
urgente la activación del poder constituyente: una movilización social
consciente, organizada, permanente, que respalde al gobierno y empuje la
transformación desde abajo, desde los territorios, desde las calles, desde las
bases populares.
No basta con administrar el
Estado capturado: hay que subvertirlo. No basta con negociar reformas con
quienes quieren impedirlas: hay que imponerlas con el respaldo del pueblo
organizado. La soberanía no está en las urnas cada cuatro años: está en la
acción colectiva que reconfigura el sentido común y reescribe el contrato
social.
10. La esperanza como
resistencia
Pese a todo, la historia no
está escrita. Cada día que un gobierno progresista sobrevive, resiste y avanza,
aunque sea un milímetro, es una victoria contra siglos de dominación. La tarea
no es fácil. Exige valentía, lucidez, inteligencia táctica y, sobre todo,
pueblo movilizado. Porque si algo teme el régimen es a un pueblo que ha perdido
el miedo.
En Colombia, donde el odio ha
sido política de Estado, la única salida es construir un poder popular capaz de
disputar cada centímetro de democracia real. Porque cuando los poderosos
conspiran con medios, jueces, congresistas, generales y banqueros, el pueblo
tiene que responder con organización, con unidad, con dignidad.
El cambio no vendrá desde arriba. Solo será posible si abajo se enciende el fuego de la esperanza echa fuerza transformadora.
CARLOS MEDINA GALLEGO
Historiador y Analista Político
MAURICIO
IBÁÑEZ – Desde Colombia -Biólogo
Especialista
En Estudios Socio-Ambientales

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