EL GRAN
SAN MARTÍN
Saludo a los oyentes de El Club de la Pluma.
Hace 175 años, un 17 de agosto, moría en Francia, José Francisco de San
Martín. Que el Presidente haya aparecido ese día disfrazado de militar,
acompañado sólo por figuras del ámbito castrense o que lo más significativo de
la conmemoración haya sido un almuerzo con los Granaderos indica que el tiempo
transcurrido no ha sido suficiente para revertir la etiqueta que Mitre estampó
en la biografía de nuestro “padre de la Patria”. El militar y sus campañas
prevalece, de una manera abrumadora, en libros de texto, en actos escolares y
también en los oficiales organizados por gran parte del espectro político. Se
habla mucho de ejércitos, de batallas, de heroísmo y renunciamientos, de frases
sueltas que ni siquiera pertenecen al Libertador; de Cabral y las damas
mendocinas, del fraile que convirtió campanas en cañones o de Meceditas que
escuchó las “máximas” con infinita paciencia. Pero muy pocas veces la figura de
este Gran Hombre aparece vinculada a la política, a la ideología, a las
funciones del Estado o a la forma de organizarlo.
Si algo defendió San Martín con absoluta coherencia durante su vida fue la libertad
contra toda fuerza opresiva. En este sentido, es heredero de la Revolución
Francesa de 1789, del morenismo en el Río de la Plata, y también del movimiento
que, en España, a partir de 1808, enfrentó la invasión extranjera de Napoleón. Llegado
a Buenos Aires en marzo de 1812, su plan independentista se despliega dos años
después, cuando la Restauración de un Fernando VII absolutista amenaza con
imponer nuevamente el régimen colonial y aplastar todo intento de autonomía y
libertad. Entonces, aquel que en 1812 afirmaba “La Revolución de España es de
la misma naturaleza que la nuestra”, escribía ya con vehemencia a Godoy Cruz en
1816: “¿Hasta cuándo esperamos para declarar nuestra independencia?” En el
Congreso de Tucumán, siendo republicano por convicción, defendió sin embargo la
monarquía constitucional como única forma de gobierno capaz de contrarrestar
las “mezquinas rivalidades entre provincias”, el “egoísmo de los pudientes” que
no arriesgan produciendo, sino que se dedican a la intermediación en el puerto
y a la usura y, fundamentalmente, la existencia de una burguesía sin conciencia
histórica, incapaz de liderar una revolución como la inglesa o la francesa. Fue
el gran político (del que poco se habla) el que percibió con agudeza que,
detrás del republicanismo, se escondía la pretensión de Buenos Aires de
usufructuar la revolución en beneficio de una minoría privilegiada, con su
aduana, su puerto único, su dominio sobre los ríos y sus negocios con los
ingleses. Mirada compartida por Belgrano, por Güemes, por Juana Azurduy y hasta
por el mismo Alberdi, que años más tarde escribió: “Buenos Aires ha colonizado
a las provincias en nombre de la libertad; las ha uncido a su yugo en nombre de
la independencia”.
La historia que nos enseñaron da cuenta del paso de San Martín por el
ejército del norte en 1813, luego de las derrotas sufridas por Belgrano en
Vilcapugio y Ayohuma. Sabemos que mantuvo con el creador de la bandera una
amistad sincera que lo ayudó a evitar el juicio que contra él se preparaba en
Buenos Aires. También, que señaló a Martín Güemes como el hombre más calificado
para la defensa de la frontera norte. Sin embargo, otros aspectos relevantes se
soslayan. Aspectos que muestran los constantes conflictos que mantuvo con la
antigua capital virreinal. En un informe al gobierno de enero de 1814
expresaba: “Es imposible pintar a VE el estado en que se halla el ejército a mi
mando (…) No tienen con qué cubrir sus carnes y no salen de los cuarteles por
no hacerse objeto de risa y desprecio en el público”. Entonces, no dudó en
hacerse de la plata traída desde Potosí por las tropas de Belgrano. Y cuando el
Director Posadas le ordenó enviar esos recursos a Buenos Aires, respondió que
tal cosa era imposible ya que se habían gastado en medicinas, colchones y
sábanas para esos hombres que, después de haberse sacrificado en una campaña
desastrosa, dormían enfermos tirados en el suelo; en sueldos devengados a
personas que no tienen cómo subsistir; en asistencia a viudas que han perdido a
sus maridos; en gorras, zapatos, armas y municiones para vestir a las tropas
porque “se resiste la decencia al ver un defensor de la patria con traje de
pordiosero”.
Y esto fue San Martín: un político que supo defender sus prioridades a la
hora de repartir los recursos del Estado.
Tampoco se habla mucho de los fusilamientos que ordenó, entre ellos, el
del coronel español Antonio Landívar. A pesar del esfuerzo que Mitre puso en
señalar como causa el ser un jefe del ejército enemigo, no es eso lo que surge
de la correspondencia del Gran Capitán. Lejos de la lógica castrense, Landívar
es fusilado por atentar contra la vida, por creerse autorizado a exterminar a
los revolucionarios que reclaman los derechos que les han usurpado, por no
dudar en “derramar a torrentes la sangre de los infelices americanos sin
respetar el derecho de gentes”. También, porque la indulgencia y la moderación
no deben ser aplicadas a estos criminales, que siempre las tomarán como muestra
de debilidad.
En 1814 se hizo cargo de la gobernación de Cuyo, lugar estratégico desde
donde podría cruzar los Andes, recuperar Chile y embarcar hacia el corazón del
imperio español: el Virreinato del Perú. Llegó a una provincia quebrada y, tal
como había hecho en Tucumán, afrontó los primeros gastos apropiándose de un
impuesto extraordinario de guerra establecido por el gobierno porteño y del
diezmo eclesiástico. Lejos de la imagen exclusivamente militar que nos
transmite la Historia Oficial, San Martín fue un extraordinario político y un
no menos extraordinario administrador. Habrá que esperar más de un siglo para
que otro militar le reconozca estas virtudes. En Apuntes de Historia Militar,
Juan Domingo Perón escribió: “El ejército de Los Andes fue creado de la nada.
Fue necesario fabricarlo todo dentro de la falta absoluta de medios. Sin
embargo, San Martín, con su talento múltiple, montó fábricas, formó depósitos,
capacitó operarios y fabricó desde la canana y el mandil modesto hasta el
propio afuste del cañón”. Entre 1814 y 1817 se crearon en Cuyo, laboratorios de
salitre, fábricas de pólvora y talleres de paños; se dispuso la explotación
intensiva del azufre y el bórax; se inició la metalurgia argentina con el mayor
emprendimiento industrial del momento que, bajo las órdenes de Fray Luis
Beltrán, contó con más de 700 operarios; se utilizó el modelo de los Huarpes
para la construcción de importantes sistemas de riego; y se destinaron tierras
públicas para el cultivo de trigo y alfalfa.
Ni las damas mendocinas (que ejemplifican para San Martín “la indolencia y
mezquindad de las clases pudientes”) ni el gobierno de Buenos Aires (a quien
importaba más su enfrentamiento con Artigas que el ejército de Los Andes)
financiaron esta transformación. Los recursos se obtuvieron de una profunda
reforma impositiva que tuvo carácter progresivo. Como primera medida,
estableció una contribución directa sobre la base del valor de la tierra; los
bienes de europeos y americanos prófugos fueron confiscados; obligó a los
estancieros a entregar animales, lo que le permitió obtener 3000 caballos y
1600 mulas; y estableció multas para las familias que ocultaban la edad de sus
hijos y esclavos para evitar que entrasen al ejército.
Lejos del modelo liberal, San Martín no dudó en intervenir en los
conflictos entre patrones y obreros y en defender el salario de los
trabajadores. Fue él quien dictó la primera ley protectora de los derechos del
peón rural. Según Jaime Molins, “sus ordenanzas constituyen, en nuestro país,
la primera gestión niveladora entre capital y trabajo”. También, lejos del liberalismo,
pero en sintonía con su amigo Belgrano, fue industrialista y proteccionista.
Reclamó sin éxito al gobierno de Buenos Aires la eliminación de los derechos de
tránsito que encarecían la producción del interior, como también aumentos de
los impuestos a la importación que permitan mejorar la calidad de la producción
local, abastecer el mercado interno y asegurar la prosperidad de las economías
regionales.
Su enfrentamiento ideológico a la política del puerto se agudizó en 1819. Encontrándose
en Chile preparando la expedición a Perú, recibió una orden del Director
Supremo Rondeau: debía poner su ejército al servicio de Buenos Aires en su
lucha contra los caudillos federales. Todos recordamos (o deberíamos recordar) su
respuesta: “El General San Martín jamás desenvainará su espada para combatir a
sus paisanos”. El centralismo porteño y sus representantes jamás se lo perdonó.
El odio que le profesaron fue intenso y persistente. Y luego de difamarlo
planearon eliminarlo. Estando en Lima, su esposa cae gravemente enferma. Y fue
el gobernador de Santa Fe, Estanislao López, el que le advierte en una carta
que no venga a Buenos Aires: los unitarios porteños planeaban asesinarlo.
Muerta su esposa, su partida hacia Europa resultó una necesidad para proteger
su vida y la de su hija. Su exilio (como el de tantos otros) fue el resultado
de ese odio que, en la sociedad argentina, convierte al disidente en enemigo y,
luego de estigmatizarlo, justifica su eliminación.
A un gobierno que destruye la industria y la ciencia, privilegia a los
ricos y consagra la usura; que entrega el Estado a la rapacidad de unos pocos; que
ataca y desfinancia la educación; que vandaliza las instituciones y oprime a la
ciudadanía; que reprime, difama y persigue toda oposición; que roba con descaro;
y que no es otra cosa que un conjunto de vándalos y brutos, no deberíamos
permitirle la osadía de compararse con San Martín. Sí, en cambio, señalarles
que producirían vergüenza y espanto en el Gran Capitán.
Les mando un gran abrazo a los oyentes de El Club de la Pluma
PROF. LIDIA INÉS RODRIGUEZ OLIVES
Profesora de Historia -
Posgrado en Ciencias sociales por FLACSO
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